La vida de Carlos, de ocho años, no es fácil, tiene parálisis cerebral del 100% y una enfermedad rara, el síndrome de west, pero como relata su madre, Sonia Monar, “nadie me dijo que fuera fácil, pero digo muy alto que merece la pena vivirlo”. Ella mira a su hijo y la sonríe de oreja a oreja, “¡eso es más de lo que podía pedir!”, subraya. Da gracias a la vida a diario por tener a Carlos junto a ella, “y si alguien no lo entiende es porque no ha conocido el verdadero amor”, sentencia.
“Carlos no anda, pero tiene una estupenda silla que le lleva donde queremos. No habla, pero su rostro lo dice todo. No ve bien, pero sus enormes ojos, buscan la manera de distinguir los espacios. No agarra objetos, pero nosotros le hacemos sentir las cosas. Tiene crisis a diario, pero como no anda y no se sostiene, no se puede caer. No respira del todo bien, pero sus pulmones se valen por ellos mismos. No mastica, pero devora los purés. No se mueve mucho, pero tenemos una estupenda fisioterapeuta”. Así relata Sonia Monar la vida de su hijo pequeño Carlos, con una enfermedad rara, el síndrome de west, y parálisis cerebral.
Desde el nacimiento de este pequeño, estos padres tuvieron que escuchar por parte de los médicos que su hijo iba a ser como un vegetal, que no iba a hablar, ni andar, “no, no, no…todo no”, recuerda. Pero ella aclara que lo que no les dijeron en ese momento durísimo, “es que había un pero si”.
Y a la hora de contar su historia, de cómo su familia se ha adaptado a convivir con una enfermedad rara, reconoce que en ella se ha removido sentimientos que tenía dormidos. “Mi vida en familia era de lo más normal, con un matrimonio feliz, un trabajo que me ocupaba la mayor parte del día, y una precisa niña de tres años y medio que era mi debilidad, una niña alegre y feliz”, relata. Un 21 de julio de 2006, nació Carlos, el segundo hijo de Sonia, que era muy deseado. “Llegó con muchas prisas al mundo y salió despedido de mi cuerpo con ganas de comerse el mundo, apenas lloró al nacer y tuvieron que reanimarle un poco”, detalla. Al rato, lo tenía en su regazo, pero dentro de ella sabía que algo no iba bien. “No recuerdo haber sonreído en ningún momento, nada iba bien, el niño gimoteaba y se estremecía, yo no podía ni mirarle, se me desgarraba algo por dentro”, apunta. Y como también precisa, en ese momento empezó la batalla personal, “empezamos las visitas a médicos, especialistas, fisioterapeutas, hospitales”, para Sonia y su familia, “un verdadero calvario, lo que finalmente y sin saberlo, daría sentido a nuestra existencia”.
Una vida dedicada a que su hijo sea feliz
Cuando los médicos se pusieron en lo peor respecto al futuro de Carlos, Sonia se fue a la incubadora donde estaba su hijo, “le agarré con todas las fuerzas que los pequeños agujeros de la incubadora me permitían y derramé tantas lágrimas en mi interior que muchas de ellas asomaron a mis mejillas sin poder evitarlo y entonces sentí que me había enamorado por primera vez de mi hijo, en aquel preciso momento, viendo su carita y ese corazón que palpitaba fuerte como un roble”. En este instante, esta madre supo que el resto de su vida se dedicaría a hacer que “esa personita de enormes ojos azules fuera la persona más feliz del mudo, y esa fue y es mi verdadera lucha“, admite.
¿Y cómo es su día a día? Pues como relata Sonia, es todo lo normal que las circunstancias le permite, como el trabajo adaptado a las necesidades de su hijo, “con un marido completamente volcado en nosotros y con una niña de 12 años en plena preadolescencia, con unos valores que habrá niños que en la vida tendrán y con un pequeño luchador de ocho años con unas ganas enormes de seguir comiéndose el mundo y con una sonrisa en su cara que demuestra que es enormemente feliz”.
Esta madre luchadora admite que no puede decir que la vida con Carlos sea fácil, “porque no lo es, no voy a decir que no duele, porque duele, no voy a decir que era lo que quería para nuestras vidas, porque no lo es y menos que no se sufre, porque se sufre y mucho, cada momento, cada día, cada segundo, pero nadie dijo que esto fuera fácil, pero merece la pena vivirlo“.
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