Hace ya tiempo que me pregunto cómo de libres son realmente las sociedades en las que vivimos y, por tanto, nosotros dentro de ellas. No creo, ingenuamente, que en nuestras democracias occidentales vivamos en la gran libertad en la que creemos estar –y pretendemos llevar a los confines del mundo–.
Soy plenamente consciente de que nuestra cacareada libertad tiene más de ilusión que de realidad, y así:
• Según nos movemos por cualquier ciudad, múltiples cámaras registran nuestros movimientos (en Londres, de media, más de 200 al día).
• Las noticias que nos sirven en bandeja (cada vez más adecuadas a nuestros gustos, si las conseguimos a través de las redes sociales) habitualmente dicen lo que queremos oír.
• Como por arte de magia, todo aquello que puede llamar nuestra atención de compra aparece en nuestro navegador con acceso al instante.
• Participamos en procesos y espacios perfectamente diseñados para que sigamos un determinado guión (piensen en determinados establecimientos comerciales en los que sí o sí –salvo que uno conozca las puertas comunicantes– recorreremos el camino que alguien decidió que íbamos a recorrer hasta llegar a la salida).
• Día tras día no decidimos qué vamos a comer (en muchas ocasiones desconocemos su procedencia –bio, modificados genéticamente, de invernadero, cultivo hidropónico…-).
• Las enormes cantidades de información recogida y tratada sirven para elaborar los mensajes específicos que alguien también específico, desea enviar.
• Múltiples productos son difíciles de comprender, salvo que uno sea un experto en la materia.
• Desconocemos en múltiples ocasiones lo que realmente aceptamos –además de la letra pequeña, son las páginas y páginas de condiciones en jerga jugando con nuestra necesidad de tener todo al instante-.
• Famosos logaritmos (Amazon, Facebook, Google, Linkedin …) juegan un papel mucho mayor del que pensamos en nuestras vidas (y lo desconocemos TODO sobre ellos).
Podríamos continuar bastante tiempo enunciando ejemplos.
Y aunque todo esto me preocupa, lo que verdaderamente me pone los pelos de punta es nuestra aparente incapacidad (de grandes y pequeños) para hacernos preguntas, para cuestionar, para evaluar de forma crítica, para evaluar cuán libres somos de verdad.
Un compañero y amigo que desafortunadamente tuvo que atravesar el amargo trago de una separación me decía un día: “Lo peor es que todas las señales de lo que ocurriría más tarde estaban presentes desde el principio… pero uno decide que es más cómodo no mirar”.
Y de esta forma, plácidamente continuamos camino. No descarto que algún día tengamos que preguntarnos, como en otros momentos no muy lejanos en la historia, “por qué fuimos incapaces de verlo venir”, “por qué decidimos cerrar los ojos para no ver todo aquello que, con claridad, se cernía sobre nosotros”.
Feliz semana con mirada crítica (que no criticona).
*Catalizando el desarrollo integral de personas y organizaciones
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