Nos conocimos hace bastante, cuando regentaba un negocio de esos que no abundan. Un espacio que lo mismo valía para tomar un trozo de tarta y un té, que para ir a una clase de yoga o impartir un taller sobre migraciones. Y uso el pasado porque, como casi todo lo que merece la pena hoy en día, murió arrasado por las urgencias despiadadas del capitalismo.
Aquel rincón diferente en pleno centro padeció una agonía y muerte muy lenta. Y él lo intentó, que conste. Intentó mantener viva la llama de todas las maneras que se le ocurrieron. Pero no pudo ser y tiró la toalla, convencido de que es preferible mantener la salud y la cordura que dejar que la cartera guíe el camino.
Desde entonces no supe mucho más de él. Me consta que buscó una vida más tranquila en el campo, al abrigo de uno de esos pueblos de la España vaciada, de quietud tan engañosa. Recibía mensajes suyos de WhatsApp esporádicamente, intuyo que pertenecientes a alguna cadena destinada a personas de su confianza. Nunca me interesé —entono el mea culpa— por saber a qué estaba dedicando sus días.
Y ayer, cuando todo el mundo estaba ya poniéndose el pijama para tachar en el calendario un día más de esta cuarentena, me llegó un mensaje suyo como un mazazo. Respondió algunas de mis preguntas, pero me planteó otras muchas y me dejó el estómago regular. Me impactó tanto que le pedí permiso para publicarlo. Me ha dicho que sí, y me ha pedido que lo firme con un Eduasecas. No añadiré mucho más, ni siquiera un título.
Hoy sábado me ha tocado currar en la segunda planta de la residencia. Mi última vez allí fue el miércoles. En estos dos días intermedios, muchos de los residentes con los que mantienes conversaciones, miradas y manitas, han experimentado un bestial deterioro físico y mental. Recordemos que llevan más de seiscientas cincuenta horas, con sus veintisiete días, encerrados en una habitación con baño. Con una o dos camas, una o dos mesillas, una o dos mesas, sillas, con ruedas y sin ellas, algún andador. Sin tele y sin radio. La mayoría inmensa ni siquiera lee. Sus largos y amenos paseos entre la puerta y la ventana, por la que ya ni siquiera miran, no abarcan mucho más de cinco metros, en el mejor de los casos, y ‘dandograciasadios’ los poquitos que aún andan. Y rezan.
Rezan para morirse. Unos pocos, pocos, prevalecen en mente y cuerpo, y mucha resignación. Y suelen ser estos últimos los que tienen tele, ‘manque’ sea para ver y contar los muertos del día. Hoy, unos cuantos de mis nuevos amigos, a los que el miércoles introducía el puré en sus desdentadas bocas con más meticulosidad y cuidado que el que ponía con los potitos de mis hijos (que en casa estén…), ya se negaban a comer, y nos amenazaban con huelga de hambre. Y ya hoy no se les entendía lo que musitaban o chillaban. Y lloraban. Y cada vez más demenciados, más deprimidos, más dopados y con los ojos más hundidos.
Yo no quiero verme aquí, ocupando una cama en vez de hacerla, que me despierten bien temprano, me desvistan y me duchen, que me quiten la caca del pañal y me den el desayuno. Siempre el mismo. Que me vuelvan a acostar para levantarme al ratito a comer, previa inspección y cambio, si se requiere, del pañal, y vuelta a la cama, contando con que sería uno de los privilegiados que pudiera andar y desandar esos cinco metros, y no estuviese 24/7 atado sobre la cama por pecho y muñecas. Y vuelta a la cama, que pronto hay merienda y luego cena y luego cama, a ver si hoy duermo. Como ‘pa’ tener hambre. Y sueños.
No quiero verme así, ni ver a ninguno de los míos. Iré buscando mi capsulita de cianuro. ‘Paraporsi’. Y pienso que todo esto se puede cambiar, que hay otras fórmulas para intentar aliviar esta situación que nos va a estallar a todos en las manos de aquí a ‘ná’. Que los expertos más expertos se reúnan, virtual y sépticamente, por supuesto, y diluciden todas las posibilidades sociales y sanitariamente lógicas para que toda esta gentita reciba lo que se merece. Bailes, música, juegos, alegrías y cariños. Y me consta que en muchas residencias de aquí y de allá se vive y se muere con una sonrisa. Todos esos compañeros que llevan una purrela de años en este oficio saben las respuestas. A estas horas llego tarde a lo del aplauso y, a mayores, no tengo balcón, pero me dolerán las manos de aplaudir yo a todos los de mantenimiento, cocina, limpieza, administrativos y administradores, suministradores, auxiliares, enfermeros y demases, en cuantis suelte este teclado. Y a todos los abuelos.
Eduasecas
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