Me entero por una conocida que acaba de dar a luz de que la nueva tendencia al salir del hospital con el recién nacido es no dejarle llorar y consolarle al menor ‘gu‘ que emita el bebé. Y esta actitud por parte de los profesionales me sorprende gratamente, después de soportar durante nueve años no pocas miradas de reprobación de aquellos que se sienten mejores que yo, e incluso superiores a mí, por el mero hecho de que ellos han permitido a sus hijos berrear hasta el infinito con el propósito de que durmieran siete horas del tirón, solos, en la cuna de su habitación desde los primeros meses de vida.
Acomplejada, he tenido que callarme y agachar la cabeza ante los que se pavoneaban delante de mí por no haberles malcriado con el capricho de estar todo el día en brazos. Me han vuelto loca con los calendarios de la introducción de los nuevos alimentos, con el nacimiento de los dientes, con la retirada del pañal, con el comienzo de sus primeros pasos y, si hubiera podido, cansada de crueles comentarios de madres y matronas talibanas, habría recurrido a una nodriza de las de antes para que amamantara a mi hijo, condenado desde su más tierna infancia a todo tipo de hipotéticas infecciones y enfermedades futuras por la imposibilidad de su madre para alimentarle con leche materna.
Al principio, los padres tratamos de cumplir las normas a rajatabla, abducidos por el absurdo dogma de que el bienestar de nuestro pequeño y su éxito en la vida dependerá inexorablemente de que esté en la cama sin excepción a las ocho de la tarde para cumplir las diez horas de descanso exigidas, de que se le bañe a diario y a la misma hora por aquello de la disciplina y evitar a toda costa que con tres años de vida esté sentenciado a convertirse en un delincuente en la adolescencia por no haberle dicho que no a tiempo y permitirle levantarse de la mesa sin haberse terminado los guisantes.
Hasta que pasan los años y te das cuenta de que las normas de la buena crianza varían radicalmente y de que lo que los expertos dijeron cuando nació tu hijo, ya no sirve cuando lo hace el de tu amiga o tu vecina. Afortunadamente, en cada teoría revisada, los beneficios para el ser humano del apoyo de la carga emocional parecen imponerse a la efectividad del ordeno y mando y de los radicales y estrictos preceptos de los salvadores de la sociedad futura.
No sé en qué momento hemos asumido como normal esta estúpida competición entre padres por traer al mundo y criar hijos perfectos, ni siquiera sé quién ni en función de qué parámetros se imponen los criterios para medir su grado de perfección. Los niños de hoy ya no lloran para conseguir sus objetivos, ni se tiran al suelo o tienen pataletas, ya no odian el pescado y la verdura, ni pegan o muerden a los compañeros, ni les quitan los cromos, ni el balón. Por supuesto, nunca suspenden un examen ni les han castigado en el colegio por burlarse de los profesores. Y si hacen alguna o varias cosas, nos lo callamos o los llevamos al psicólogo, porque no parecen encajar con la uniformidad impuesta a su alrededor.
A veces he tenido la sensación de que mi hijo era mejor o peor que los demás en función de las horas de siesta o de las piezas de fruta consumidas a la semana. Y he visto miradas de auténtica admiración cuando alguno de sus compañeros ha aprendido a atarse los cordones de los zapatos con tan sólo cuatro añitos. Seguramente, nos acordaremos de él en el futuro, cuando llegue a presidente de algo y tengamos que reconocer que ya apuntaba maneras en su época de Infantil.
Basta detenerse un par de minutos a pensar en este asunto para darse cuenta de lo fácil que es sucumbir a todas estas chorradas y olvidarnos de que lo realmente importante es que los niños sean felices, incluso si con cinco años son los únicos de la clase que no han aprendido a leer, son incapaces de dormirse con la luz apagada o siguen mojando las sábanas.
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