Desde el inicio del estado de alarma por la COVID-19 he repetido lo mismo a todo el que me ha querido escuchar: se trata de una enfermedad de transmisión social que tiene que ser abordada mediante intervenciones sobre la sociedad, no medidas restrictivas que la población busque cómo saltarse. Volver al estado de alarma no debería ser una opción.
Para que una medida sea efectiva tiene que ser (a) técnicamente correcta, (b) impulsada por los gestores políticos y, sobre todo, (c) socialmente aceptable. Una medida técnicamente correcta no aceptada socialmente no va a funcionar, por mucho que los gestores insistan en ella. De hecho, el papel político es el más prescindible en la ecuación; si los técnicos proponen medidas aceptables socialmente, estas funcionarán.
El problema surge cuando los llamados expertos son clínicos que saben de lo suyo (prestar asistencia), pero no de gestión epidemiológica, y que se comportan como tertulianos que quieren salir en televisión o tener razón solo porque hablan más alto y de manera más contundente y simple que los epidemiólogos. Mientras, estos intentan explicarles por qué el manejo en Urgencias y dentro del hospital no es lo más importante en estos momentos, sino el control extrahospitalario.
Hace falta otro tipo de expertos, sociólogos, antropólogos y comunicadores, que ayuden a los epidemiólogos a proponer medidas aceptables socialmente, no clínicos que consideren a la población como un conjunto de seres inmaduros que solo responden a medidas coercitivas, medidas que, por otro lado, son las más fáciles de tomar por la clase política.
Porque los políticos tienen aversión al riesgo, y para controlar la epidemia hay que asumir riesgos:
• El riesgo de equivocarse (o no) con campañas de concienciación adaptadas socialmente, y no políticamente correctas.
• El riesgo de aumentar las consultas presenciales en los centros de salud, mejorando las salas de espera y aumentando los costes de prevención.
• El riesgo de reducir el número total de consultas por médico para evitar un previsible exceso de muertes y discapacidades en el futuro por mala calidad asistencial, a costa de que baje la satisfacción de los usuarios de Atención Primaria, pero mejore el nivel de salud colectivo.
• El riesgo de ser transparentes en la gestión de los datos y facilitar el acceso a los mismos para que cualquiera pueda aportar, incluso los no afines y los críticos. Y eso implica también acceso a nivel local en los centros de salud.
• El riesgo de no ser entendido ni respetado por los medios de comunicación o los ciudadanos tras meter la pata de buena fe…
Muchos riesgos para una clase política que no es capaz de tomar decisiones en plazos de tiempo cortos, más allá de prohibir y confinar al más puro estilo paternalista y autocrático, lo cual no es sino despotismo pandémico.
Pero el confinamiento no es coste-efectivo, no supone sino el fracaso de la planificación previa y una condena en términos de AVAC (años de vida ajustados por calidad) para la población más joven. Ello supondrá unos costes brutales a largo plazo para el sistema sanitario y para la sociedad en general. Sentémonos de una vez a proponer medidas aceptables, y no solo prohibiciones, porque únicamente van a funcionar hasta que “la gente” encuentre el hueco por donde trampearlas. Y entonces culparemos “a la gente”, que no somos sino nosotros mismos.
* Santiago Pérez Cachafeiro es médico de Familia del centro de salud de Cambados, miembro del Grupo de Enfermedades Infecciosas de Agamfec, MSc Control of Infectious Diseases, Máster Internacional de Medicina Humanitaria, Máster en Gestión Clínica y Dirección Hospitalaria y Diploma en formación Superior en Vacunas.
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