Y cuantos menos miedos quedan, más lejos va quedando la idea de que a tu bebé le va a pasar algo que le haga terminar en la Unidad de Neonatos.
Tan, tan lejos, que cuando llega la semana 40 y tienes un parto normal, de esos que llaman de libro, directamente borras ese sitio extraño de tus pensamientos para centrarte en tu niño, que por fin está aquí. Y que, por supuesto, como para todas las mamás, es tan guapo y tan perfecto…
Nicolás llegó al mundo una fría mañana de lunes, y rápidamente nos atrapo el corazón. Tan tranquilo y tan bueno, apenas lloraba, se agarró rápidamente al pecho, ¡y hasta nos dejó dormir y descansar los días que estuvimos en el hospital! El día del alta nuestra mayor preocupación era cómo nos íbamos a adaptar a una nueva vida con dos pequeños de menos de 2 años en casa… Sólo sabíamos que empezaba la locura.
Locura que apenas duró unas horas, hasta que Nicolás dejó de comer, dejó de estar tranquilo, dejó de dormir plácidamente, perdió el reflejo de succión y empezó a convulsionar.
El paso por Urgencias Pediátricas fue breve, y cuando, de repente, la pediatra vio que a lo que nos referíamos con esos “movimientos raros que hace con el brazo” eran convulsiones, sacó un teléfono de su bolsillo, y yo aún no tenia ni idea de a quién llamaba, ni a dónde nos llevaban tan rápido en una silla de ruedas. Quizás si lo hubiera sabido le habría abrazado más fuerte, o le hubiera dado más besos en ese breve recorrido. Tan, tan borrada de mi mente estaba la Unidad de Neonatos, que no pensé ni por un momento que allí es a donde nos dirigíamos.
Una vez allí, y en apenas un segundo, me vi sin niño, y en un mundo absolutamente desconocido. Apenas recuerdo nada de lo que nos preguntaron e informaron en el ingreso, excepto la cálida sonrisa de una enfermera y sus palabras de ánimo, aunque nunca más fui capaz de recordar su cara. Y es que yo sólo era capaz de pensar que esto no nos podía estar pasando, que mi niño no pertenecía a ese mundo.
Esta Unidad es para los prematuros, por qué estamos aquí, le preguntaba una y otra vez a mi marido. E, ilusa de mí, mientras esperábamos los primeros resultados en la sala de espera, aún pensaba que a lo mejor me lo llevaba para casa esa misma noche. ¿Cómo se iba a quedar ahí solito, habiendo dormido ya al calor de mamá? Pero, obviamente, no nos lo llevamos; él se tenía que quedar hasta que supieran que tenía y dejara de tener convulsiones, y yo me fui esa noche aún sin entender muy bien dónde lo dejaba, ni por qué.
Poco a poco pasaron los días, y nos fuimos acostumbrando a la rutina de Neonatos, al sacaleches, a las comidas en la cafetería y hasta al café de la máquina. Fuimos charlando con más mamás y papás, con médicos y enfermeras, y entendiendo que todos los bebés de menos de 28 días con cualquier problema son ingresados en esta Unidad. Entendiendo que no sólo los prematuros pasan por aquí, que algunos apenas pasan unos días y que otros hacen de éste su hogar varios meses.
Pero el sentimiento de por qué estamos nosotros aquí nunca se fue del todo. Cuesta mucho entender por qué tu niño ha estado bien 48 horas y que de repente te lo quiten. Por qué, si todo ha ido bien en el embarazo, e incluso en el parto, te ves en esta situación, sin poder ni tocarle, viéndole a través de un cristal rodeado de cables. Ves a tu alrededor pequeños realmente muy pequeños, que necesitan el doble de cuidados y de atención de enfermeras y auxiliares, que tienen una lista de problemas que no cabe en un folio, y te sientes agradecida y asombrada de cómo los sacan adelante. Y sigues pensando que esta Unidad es para ellos, que por qué tienes que pasar tú aquí tantas semanas…
Para nosotros, encontrar un diagnóstico fue el primer paso hacia la salida. Aunque parecía que nunca íbamos a cruzar esa puerta con él en brazos. Sean prematuros o asimilados, tienen todos una cosa en común, y es que en esta Unidad sólo se puede pensar en el día a día. Celebrar los logros y asumir los problemas con esperanza, porque una vez que entras por la puerta te montas sin saberlo en una montaña rusa en la que nunca ves si lo siguiente es subir o bajar. Sólo puedes agarrarte fuerte y esperar que la próxima subida sea la definitiva, la que te deje en la puerta.
Aunque el día que te empiezan a hablar del alta, de llevarte a tu niño, te das cuenta de lo bien cuidado que está aquí, del miedo que te da salir, más aún del que sentiste al entrar. Una vez más, se mezcla la alegría con el miedo, y cuando por fin cruzas la puerta con tu niño en brazos entiendes que aunque él no pertenecía a ese mundo, ese mundo es ahora parte de su historia, y que tu niño es tuyo, pero ahora también de todo el equipo que lo ha sacado adelante.
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