Se cumplen 20 años del secuestro y posterior asesinato de Miguel Ángel Blanco. Imagino que este terrible suceso marcó para muchos españoles el antes y el después, la toma de consciencia de su posición individual respecto al terrorismo etarra. Para otros, seguramente, la toma de conciencia había llegado mucho antes y para un número afortunadamente bastante más reducido, quizá no llegue nunca.
Yo, como muchos, crecí con el terrorismo como escenario de fondo habitual en los telediarios. No se evitaban detalles en las noticias. En ocasiones me pregunto si hubiera sido mejor no tener acceso a las imágenes de los atentados ni a los comentarios de los terroristas, al estilo británico. No teniendo respuesta intuyo que quizá ser consciente de la existencia de tan extremo sufrimiento dejara el poso que ayudara más adelante a cada uno a definir su posición moral en la causa.
A pesar de la crudeza, la relación con los acontecimientos de lejanía de una, por así decirlo. Nadie conocido, nadie del entorno, otra provincia, otro lugar… Además, era privilegiada, pues en mi entorno nunca sentí miedo para opinar. Recuerdo muy bien la primera vez que sentí ese miedo, a través de una especie de ley soterrada escrita en graffitti que dejaba bien claro a quién le pertenecía aquel territorio.
El primer contacto cercano con la realidad de un atentado llegó para mí en 1988, con el asesinato de un pequeño de dos añitos, familiar de mi profesora de inglés. De la noche a la mañana, el resto de los atentados, de forma inconsciente, dejaron de poder ser lejanos. Tenían ojos, cara, boca, manos y piernas, madres y padres o hermanos o mujeres e hijos… Eran de carne y hueso y sentían igual que nosotros.
Mi despertar llegó con el asesinato de Tomás y Valiente, por la persona y por lo que representaba para el país. Fue la primera ocasión en la que sentí el imperativo moral de tomar una posición visible y, así, me encontré enseñando mis palmas sin sangre con muchos de mis compatriotas una tarde soleada. Nunca más he dejado de hacerlo.
Esta mañana, en el emotivo y excelente recorrido por Ermua, de la mano de Carlos Alsina, un vecino, al relatar lo que ocurrió hace 20 años, empleaba palabras parecidas a: “Uno de los nuestros, han secuestrado a uno de los nuestros“. Aquellas palabras encerraban, creo yo, la clave de la enorme movilización que tuvo lugar, primero en Ermua y después en el resto del territorio nacional. Por primera vez, suficientes personas eran capaces de sentirse Miguel Ángel y sentir que Miguel Ángel también era cada uno de nosotros. Y eso nos liberó del miedo.
Hoy (y mañana y pasado) tenemos que celebrar que ETA hace tiempo que dejó de matar en nuestro país. Entre muchos hemos conseguido que cada nueva víctima fuera nuestra víctima. Seguimos teniendo, no obstante, gran dificultad en reconocer a todos como nuestros. Aunque sea cierto que a los humanos nos une mucho más que lo que nos separa, no es nuestra posición de partida.
En España sabemos por experiencia que primar lo común, lo que a todos nos hace humanos, es necesario para la convivencia en paz y, sin embargo, surgen fracturas por doquier. Necesitamos recuperar el espíritu que consiguió para todos algo que parecía imposible. Necesitamos no sólo no olvidar que hay que primar lo común, sino recordarlo y enseñarlo. Así quizá conseguiremos algún día “que cada uno sea de los nuestros”.
Feliz semana.
*Catalizando el desarrollo integral de personas y organizaciones
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