Coinciden en considerarse amigos, aunque a veces se eviten mutuamente en un silencio reflexivo que ambos respetan porque saben qué es eso de darle vueltas a la cabeza mientras se afanan por espantar los recuerdos. Juan Muñiz y Pedro García comparten también otras muchas cosas. Los dos se ganaron la vida durante años en el extranjero -el primero, en Francia; el segundo, en Suiza, donde vive todavía ese hermano que añora cada día y que, hoy por hoy, es su única familia-. Ambos lo tuvieron todo y lo perdieron, por una u otra causa. Los dos tocaron fondo hasta que la mano de Cáritas les rescató de la calle para convencerles de que aún estaban a tiempo de resurgir de sus cenizas como el ave mitológica.
Y, sobre todo, residen desde hace meses en el hogar que les ha dado la oportunidad de desvincular la preposición SIN de la palabra techo y cambiarla por un CON que les ha devuelto la dignidad y los sueños sencillos, el centro de acogida Padre Damián, que ayer celebró quince años de apoyo integral a las personas sin hogar.
Juan Muñiz tiene 64 años y lleva “siete u ocho meses” en la que ahora considera su casa, aunque calcula que de forma intermitente habrá residido en este recurso de Cáritas Salamanca más de un año. Durante dos décadas trabajó en Francia en el campo “de la alta peletería, como jefe de equipo del Departamento de Repostería de Carrefour y en negocios de pintura y alquiler de apartamentos” en París. “Ahorré y me compré una finca en Badajoz. Me hice ganadero, que era lo que me gustaba, e hice dinero, pero no supe gestionarlo. Caí en la adicción a la cocaína, me compraba coches… Mi familia no podía conmigo. Cuando me quise dar cuenta, había perdido el sueño de toda la vida”, cuenta.
Cree que no estaba preparado “para lidiar con la gente de ese mundo”, y reconoce que llegó un momento en el que “no tenía amigos, sólo dinero, y me quise deshacer de él”. Veinte años permaneció Juan “en el mundo de las drogas, yendo y viniendo”, pasando “por casi todas las clínicas”, incluso las más caras, “en las que te cobraban un millón doscientas mil pesetas por una semana”.
Cuando estaba en caída libre, recuerda, “conocí Cáritas y fue una bendición; conseguí un trabajo y volví a ser yo”. Durante mucho tiempo vivió “siendo feliz con mis vacas, mis toros y mis caballos, pero una mañana me enganchó un toro en la finca y empezó mi desgracia”. Aquella grave lesión se complicó con un nuevo accidente. Un caballó le pisó en el costado, muy cerca de aquella primera herida, dejándole en un delicado estado de salud del que no se ha recuperado. “Me quedé sin trabajo y sin medios económicos, sin paro ni subsidio, y todo por culpa del médico, que se negó a darme la baja porque decía que no era nada importante”, asegura Juan, que relata que aguardó durante “casi cuatro años” para ser atendido por especialistas, porque resultó “que ni siquiera estaba incluido en la lista de espera”. Después de tres operaciones, espera una cuarta.
“En la indigencia y sin facultades para reaccionar”
“Vivía solo en el pueblo de Topas. Me quedé insolvente y antes de deber nada, hace dos Navidades dejé mi casa. Caí en una depresión muy grande. Me veía perdido y no quería que mi familia supiera que estaba en la indigencia y sin facultades para reaccionar”, recuerda. La situación le llevó a la calle durante más de un mes, quizás dos. Asegura no recordar mucho de aquello, más allá de que dormía en el Centro de Emergencia Social de Cruz Roja -“a la que también doy las gracias”- que acudía a las bibliotecas “para leer un libro o ponerme una película en francés” y, sobre todo, “para olvidarme un poco de mí”, y que por las tardes iba al Centro de Día de Cáritas “para ducharme y afeitarme” y tomar algo de merienda, “la comida que hacía en todo el día”.
Lo de la higiene personal es una de las cosas que más marcaron a Juan Muñiz durante esas semanas. Tanto, que ahora, en el Padre Damián a veces se ducha “tres veces”, quizás para resarcirse de todas esas otras en las que no pudo. “Perdí la memoria. Andaba sonámbulo, y en esos momentos te da igual tirar para la derecha o para la izquierda; que esté el semáforo abierto o cerrado, porque vas como un robot. No me gustaba pasearme por el centro, porque me veía inferior. Igual nadie me miraba, pero yo no me veía una persona de a pie, y estaba muy enfadado con todo. Me veía tan mal y tan a oscuras que no veía salidas, aunque había miles. Me hizo falta que me las enfocaran“, relata.
A su lado asiente Pedro García. Él llegó a la casa por primera vez hace seis meses y medio, después de caer en picado, también en Navidad. “Por algunos problemas entré en depresión, me abandoné y lo dejé todo: el trabajo, la familia, el apartamento que tenía… Me fui a Suiza a ver a mi hermano, buscando apoyo, y él me lo dio durante los tres meses que puedes estar en el país, pero me volví a España y me encontré en la calle”, recuerda.
También pasó por el Centro de Emergencia Social de Cruz Roja, desde donde le hablaron de Cáritas y su centro de acogida, sobre el que vierte a cada momento palabras de agradecimiento. “Conocer a estas personas es algo totalmente diferente; ver su apoyo, sin pedir nada a cambio… Aquí tienes un mal día y te puedes sentar con ellos a hablar, te escuchan te aconsejan y siempre están ahí, para darte confianza y valía. Me han enseñado a volver a ser persona”, subraya este hombre de 44 años.
Rechazo social
Y es que durante un tiempo Pedro olvidó que uno no deja de serlo, sean cuales sean sus circunstancias. “Cuando estás en la calle no sabes qué hacer, si te vas a llevar un trozo de pan a la boca; te encuentras sucio y perdido, y entras en esa postura de: que le den por saco a todo”, reconoce. Durante las semanas en las que careció de un techo, “deambulaba” por las calles y utilizaba las bibliotecas para intentar “entrar en calor”. Asegura que en la calle también se encuentra “gente que te echa un cable”, pero cree que, en general, a la sociedad este tipo de situaciones les producen “rechazo y pavor”. De hecho, sostiene, “hay conocidos que me han visto mal y ni me han saludado, aunque a lo mejor yo también lo hubiera hecho”.
Se refiere al equipo del centro -el coordinador, dos educadores y una trabajadora social- y a los voluntarios y voluntarias que dedican buena parte de su tiempo a un recurso que durante el pasado año acogió a 230 personas y realizó casi 1.700 atenciones. Como explica Inmaculada Rodríguez, una de las educadoras del Padre Damián, durante el año son unas 70 personas las que colaboran desinteresadamente en este proyecto, mientras que el voluntariado de verano se organiza en quincenas para garantizar el funcionamiento diario y constante de las instalaciones.
Acogida e inserción
Juan y Pedro llegaron a ellas rotos, pero entre sus paredes comenzaron a juntar de nuevo los pedazos. Los dos están en la segunda fase de un proyecto que, en la etapa inicial, se centra fundamentalmente en proporcionar a los usuarios una acogida digna y en la cobertura de las necesidades básicas con la vista puesta “en su promoción e inserción”, objetivo que se trabaja posteriormente, realizando un acompañamiento que favorezca su promoción personal, social, cultural y, si es posible, laboral”.
En esas están ahora estos dos hombres que, meses después de su peor caída, se reconocen “optimistas y positivos”, aunque tengan sus días. “Se me fue la cabeza totalmente y perdí todo. Ahora lo piensas a veces, pero no sirve de nada darte golpes en el pecho”, apunta Pedro García, inmerso en un proceso de búsqueda de empleo “para volver a ser independiente”, y en el que no descarta un par de proyectos como cocinero pensados con un compañero, aunque su sueño es “poder estar un día con mi hermano otra vez, cada uno con su vida y su trabajo”.
Por su parte, Juan Muñiz está a punto de prejubilarse y, además de ver cumplida su ilusión de hacer el Camino de Santiago “para dar las gracias por haber salido“, quiere volver a su pueblo, “vivir la vida con mis nietos y hacerles pifias, ya que no la viví con sus padres por mi marcha a Francia y mis adicciones”. Ninguno de los dos olvidarán el centro de acogida Padre Damián ni a sus gentes, esas que les han ayudado a volver a creer en sí mismos.
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