Hoy quería haber compartido varias ideas de una excelente charla de Peter Senge titulada ‘Pensamiento sistémico para un mundo mejor‘. Continuaré haciéndolo, aunque pueda resultar paradójico después de los acontecimientos de hoy en Bruselas, desde otra perspectiva. Pondré el foco tan sólo en una idea clave de Humberto Maturana que Peter comparte en su conferencia.
En relación a la función del pulgar oponible en las teorías del desarrollo humano, a la evolución con la que ha obsequiado la naturaleza a nuestra especie a través de la famosa pinza, esa que nos permite agarrar objetos con las manos, Maturana añade otro elemento que a mí me parece igual o tan importante para nuestro desarrollo.
Maturana habla de nosotros no sólo como la especie que puede apropiarse de cosas con las manos (y de eso sabemos un rato), sino que también nos señala como aquellos capaces de acariciar empleando esa misma pinza. Maturana habla de la especie humana en términos biológicos, desde una visión bien radical, definiéndola como una especie biológicamente programada para amar.
Crean que para mí tiene sentido. Ejemplos de dicha programación biológica los veo todos los días, y aunque los contrarios también me resultan conocidos, comparto su visión.
Qué difícil resulta, entonces, reconciliar ambos extremos… aquel que se apropia, de lo que sea -posesiones materiales, ideas, personas- coexistiendo en un mismo cuerpo con el que biológicamente está programado para dar cariño. Porque ambos comportamientos coexisten.
Y así, esta mañana, una vez más, en otro de esos días en los que el terrorismo ataca feroz (París, Mali, Burkina Faso…), me preguntaba qué puede hacer que alguien se incline peligrosamente hacia el lado del apropiarse… hasta de vidas de sus semejantes, si fuera necesario. Me pregunto cómo se transita de niño a adulto que ha relegado a lo más profundo de su ser su capacidad biológica de amar. ¿Qué tiene que pasarle a un niño? ¿Qué ha tenido que ocurrir para que alguien pueda llegar a valorarse tan poco como para también perder su propia vida?
Y me he acordado de los Derechos Internacionales del Niño (uno de los libros que más recuerdo de mi infancia y por el que siempre estaré agradecida a mis padres), que dicen:
• Todos los niños y niñas deben tener los mismos derechos, sin distinción de sexo, color, religión o condición económica.
• Los niños y niñas deben disponer de todos los medios necesarios para crecer física, mental y espiritualmente, en condiciones de libertad y dignidad.
• Los niños y niñas tienen derecho a un nombre y una nacionalidad desde el momento de su nacimiento.
• Los niños y niñas y sus madres tienen derecho a disfrutar de una buena alimentación, de una vivienda digna y de una atención sanitaria especial.
• Los niños y niñas con enfermedades físicas y psíquicas deben recibir atención especial y la educación adecuada a sus condiciones.
• Los niños y niñas han de recibir el amor y la comprensión de sus padres y crecer bajo su responsabilidad. La sociedad debe preocuparse de los niños y niñas sin familia.
• Los niños y niñas tienen derecho a la educación, a la cultura y al juego.
• Los niños y niñas deben ser los primeros en recibir protección en caso de peligro o accidente.
• Los niños y las niñas deben estar protegidos contra cualquier forma de explotación y abandono que perjudique su salud y educación.
• Los niños y niñas han de ser educados en un espíritu de comprensión, paz y amistad y han de estar protegidos contra el racismo y la intolerancia.
Hay un precioso proverbio africano que reza: “Para educar a un niño se necesita una tribu entera”. Y me pregunto cómo están jugando nuestras tribus, qué valores inculcamos, cuántos de estos derechos tenemos presentes día a día, en todas nuestras acciones y, en última instancia, si nuestras acciones realmente responden a nuestras intenciones.
Quizá llegue el día en el que tribus completas eduquen a nuestros niños.
*Catalizando el desarrollo integral de personas y organizaciones
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