Sábado, mediodía del 29 de julio de 2017. Nos dirigimos a Hydria con la intención de adquirir los libros que llevamos pensando comprar un tiempo y que hoy queremos regalarnos por nuestros cumpleaños. Por fin estamos en Salamanca, y es entonces cuando podemos ir a “la librería de toda mi vida”, a la que acudo desde que era bien pequeña con asiduidad. Mientras he vivido fuera, casi cada vez que regreso.
La última, el mayo pasado para comprar el regalo de uno de los profesores. Podría haberlo comprado en Madrid, y que viniera de Hydria, de mi ciudad, me hacía tremenda ilusión. Mi librería anterior a Hydria, y de la que guardo un cariñoso recuerdo, se llamaba Garbancito y estaba en Madrid. Y antes de ella todavía no había aprendido a leer.
Según nos aproximamos vemos a Suso, mi librero favorito de siempre, caminar hacia el bar Pirri. Pienso que mejor le saludamos una vez tengamos los libros. Al fin y al cabo, no se ha ido muy lejos y yo estoy al teléfono, no podría prestarle buena atención.
Al llegar a la puerta encontramos a Hydria desmantelada. Del todo. Siento que Stefan me insinúa sin decir palabra: “Acércate a Suso y pregúntale”. Yo le pido a él que pregunte a quienes están dentro afanados recogiendo para saber qué ocurre. Ninguno nos movemos y tampoco hablamos. Siento que lo que estoy viendo no tiene aspecto de traslado, así que me decido a entrar y preguntar. Rápidamente, con rabia y pena, me confirman lo que ya sé. Por algo decidí esperar a saludar a Suso. Hydria cierra sus puertas para siempre. El negocio lleva tiempo renqueante y carece de sentido alimentar algo que lleva tiempo sin ser sostenible.
Menudo shock. Mi librería cierra el día de mi cumpleaños. Soy supersticiosa.
Repentino, inesperado y, aunque no quiera creérmelo, así es. Tenemos la suerte, minutos después, de compartir un ratito de oro con Suso. Una vez más, nos recuerda con palabras lo que vamos viendo cada vez que regresamos. Una ciudad que con el transcurrir del tiempo se hace progresivamente más mortecina. Una ciudad de la que muchos han de marcharse al finalizar estudios, donde poco a poco los comercios de siempre van desapareciendo y dejando espacio para el consumo rápido y efímero, donde la agricultura también languidece y la industria (con algunas excepciones notables) escasea. Vender libros en este entorno es tarea de gigante. Hacer que sean apreciados y buscados, muchísimo más.
Hydria estaba cerca de mi casa, prácticamente a la vuelta de la esquina. Era (y lo ha sido hasta el final) lugar mágico para mí, con tantos títulos de historias increíbles en las que poder vivir a través de la imaginación. He pasado muchas horas escudriñando títulos para decidirme por los que me acompañarían. Mi experiencia de Hydria es que los libros estaban cuidados, siempre había una recomendación (en la mayoría de los casos, desde la experiencia de haber leído el título en cuestión), eran capaces de encontrar lo que uno pedía con poca información y los libros invitaban a ser tomados en la mano y, así, aumentar las posibilidades de convencerte para que te los llevaras. Allí una compraba historias en libro y le vendían historias en libro con conversación y con alma.
Quizá por ello nunca pude cambiar de librería. Cuando viví fuera, creía que podía influir el idioma (los libros en mi idioma se compraban en Hydria, sin más). Cuando regresé, a una ciudad llena de librerías bien colmadas, entendí que era el alma. Eran el saludo y la sonrisa, el intercambio y el “pues bien, por aquí bien”, con el que solía responder Suso al tiempo que envolvía lo que hubiera elegido. Créanme, encontrar una librería con alma es muy muy difícil. Hoy me siento huérfana de historias e intercambios y agradecida por haber formado parte de los 38 años que Hydria estuvo ahí para todos.
El cierre de Hydria, no obstante, es un capítulo más de todo lo que va cerrando en mi ciudad. No me opongo más que todos los demás al cambio (que por otra parte, es inevitable). Sé que es así. Las cosas evolucionan, los tiempos cambian, las personas envejecemos, vamos quemando etapas y algo nuevo ocupa el lugar de lo anterior. Siempre imaginé, no obstante, que el futuro de Salamanca iría a mejor. Hace ya tiempo, sin embargo, que siento que regreso a una especie de escaparate un tanto peculiar, donde el centro a ratitos parece un decorado y donde el espíritu de la ciudad comienza a respirarse (menos mal) en los barrios aledaños al mismo.
Es posible que mi percepción sea resultado de estar haciéndome mayor y mirar a través de gafas distintas y, sin embargo, tengo la sensación de que no es así. Un amigo dice que el pueblo más grande de Salamanca es Madrid. Sería gracioso, si no fuera porque Madrid está a tan sólo hora y tres cuartos hoy, por fin, con el tren mejorado (el mismo tiempo que se tarda en llegar de Londres a Bristol), y apenas a dos horas y media en coche (el mismo tiempo que se tarda en llegar de Londres a Manchester en tren).
Tan cerca en distancia y tan lejos en posibilidades y desarrollo. Y ello, a pesar de tener en nuestra ciudad la que fue una de las primeras Universidades de Europa y la primera en tener el título propiamente de Universidad. Recientemente, otro salmantino más joven me decía que aquí (refiriéndose a Salamanca) no había nada que hacer. Me recordó una charla excelente de Gorka Espiau, de The Young Foundation en la que compartía cómo a los niños de un pueblecito de Gales, desde muy pronto, se les decía de mil formas distintas que si querían hacer algo tenían que marchar de allí. Y, por supuesto, lo hacían. No hace falta decir que aquel pueblín, sobre el que se invirtieron muchos y múltiples fondos, nunca conseguía despegar. El poder de relato es enorme.
A pesar de todo, continúo pensando alternativas que ayuden a cambiar ese relato y comenzar a ir hacia adelante de nuevo. Desde el sábado, además, muy a mi pesar, sé que tengo que intentar encontrar otra librería con alma.
Gracias a los creadores de Hydria por todas las historias, intercambios y amistad.
Feliz semana.
*Catalizando el desarrollo integral de personas y organizaciones
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