Pese a todo, sale el sol. Me asomo a la ventana en busca de una bocanada de optimismo y esperanza. Me encuentro a mi vecinita colgando un dibujo con un arco iris sonriente. ¡Todo va a salir bien!, me grita con unos ojitos chispeantes y repletos de vida. Su ingenuidad me produce ternura; la mía, culpabilidad. Me odio a mí misma por cada una de las muchas veces que llamé paranoicos y alarmistas a los que antes de la cuarentena ya empezaban a preocuparse por esto del coronavirus, y me sorprende mi grado de estupidez por creer que esta epidemia apenas iba a llevarse por delante a unos cuantos, como la temida Gripe A que al final no fue para tanto y dejó los almacenes llenos de mascarillas y vacunas sin utilizar.
Ahora siento remordimientos por cada vez que me froté los ojos después de tocar puertas y barandillas, por la botella de agua que comparto con mi hijo, por los besos y abrazos que le he dado a mi madre de 88 años. Y siento rabia, mucha rabia, por haber caído en la trampa de creer que vivía en la burbuja profiláctica europea, por subestimar el confinamiento de los chinos, por asumir que las líneas dibujadas en los mapas son barreras antisépticas.
Quiero gritar contra la imprevisión de la OMS, la inoperancia de la UE, la pasividad de Pedro Sánchez y la simpática parsimonia de Fernando Simón. Busco respuestas para tratar de racionalizar la impotencia. ¿Cómo es posible que hayan permitido que lleguemos a esto? Pregunto a unos cuantos médicos conocidos, algunos de ellos epidemiólogos, si es verdad que el sistema infalible del que presumíamos ha fallado y si se han aplicado o no los protocolos correctos. Me dicen que no es momento de criticar, que no tienen ni tiempo ni fuerzas para ello. Eminencias científicas que van a trabajar envueltos en bolsas de basura, sin batas impermeables, sin guantes ni mascarillas de repuesto, protegidos por un puñado de aplausos y muchos años de profesionalidad y excelencia a sus espaldas.
Lo peor está por llegar y mucha gente a la que quiero tendrá que salir a la calle para pelear por nosotros. El Estado de Alarma se amplía. Aquí sigo, atrincherada en mi escondrijo sorteando las balas. Nunca imaginé que un acto de cobardía sirviera para salvar vidas.
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