Isabel tiene 35 años, dos niñas de 7 y 4 años y convive con su pareja. Los dos están trabajando y, aunque no tienen grandes salarios, no tienen problemas económicos. Me comenta que el otro día le ofrecieron un seguro privado que les cubre cualquier asistencia médica por un precio mensual de 50 € para los cuatro.
Ella está contenta con el sistema público, sus embarazos han sido controlados en Atención Primaria por su médica de Familia y la matrona, ha parido en el hospital y sus hijas son revisadas regularmente dentro de las actividades de control del niño sano.
Tanto ella como su marido, dos personas jóvenes, acuden ocasionalmente a la consulta por problemas banales o para sus actividades preventivas, que la médica les realiza siguiendo las recomendaciones de las sociedades científicas y basadas en la evidencia.
Antes de que yo pueda responder, se adelanta y me dice lo contentos que están con el sistema público, que es en el que tienen depositada su confianza. Sin embargo, ante la situación actual, les parece que si necesitan una consulta con un especialista o realizarse una prueba de imagen en las que hay tanta lista de espera, les da seguridad poder acudir a la Sanidad privada.
En 2011, el porcentaje de inversión dedicado a Sanidad era del 6,5% del PIB, y desde entonces ha ido disminuyendo año a año, llegando al 5,95% en 2017, y con una previsión de reducción al 5,6% en 2020; muy lejos de la media de inversión de los países de nuestro entorno, en los que el gasto ronda el 7,5% del PIB (Alemania el 8,4% o Francia el 8,6%).
A esto se suma la reducción en los últimos años de un 11,2% del presupuesto que las comunidades autónomas destinan a Sanidad. Los aumentos de las listas de espera y los tiempos de demora son las consecuencias lógicas de todos los datos anteriores y las que sufren más directamente los usuarios de la Sanidad pública.
Esta situación hace que grandes inversores que vieron que la burbuja inmobiliaria les dejaba sin grandes beneficios hayan empezado a ver los servicios sanitarios como un buen pastel a repartir. Sin embargo, estas compañías privadas, sabiendo que no pueden competir con la calidad y niveles de excelencia de la Sanidad pública, se centran en ofrecer servicios que son muy apreciados por los pacientes (como menores listas de espera o disponer de una habitación individual), pero enmascaran la menor competencia del personal y la escasez de recursos técnicos, por lo que es habitual que cuando aumenta la complejidad del proceso, se derive al paciente a la Sanidad pública.
Otro aspecto relevante es que los centros públicos, ante las excesivas listas de espera y las demandas ciudadanas, concierten con estas empresas para realizar intervenciones quirúrgicas de baja complejidad o la realización de pruebas complementarias, especialmente de imagen. Es una forma de parasitar la Sanidad pública, quedándose la Sanidad privada exclusivamente con aquellos pacientes sanos y con los procesos sencillos.
No es la primera vez que un paciente le pregunta a la doctora su opinión para adelantar una prueba complementaria, operarse de cataratas o que incluso acude a buscar una receta que le han prescrito en la Sanidad privada. Tampoco es extraña la situación de pacientes que le comentan que, al estar en lista de espera en la Sanidad pública, han preguntado el precio de esa prueba o intervención necesaria en la privada, pero que no pueden permitirse ese desembolso.
La doctora sabe que la solución pasa porque nuestro Sistema Nacional de Salud se mantenga, que se aumente la inversión y el porcentaje de PIB dedicado a ello, además de mejorar la gestión. La evidencia demuestra que la calidad de la Sanidad pública en nuestro país es mejor que la que se realiza en la Sanidad privada, y que allá donde se busca obtener beneficios de la atención a la enfermedad siempre generará desconfianza. Por eso, responde a Isabel que lo importante es no olvidar que tenemos que reclamar una Sanidad de calidad, pública y universal, para que sea justa y solidaria.
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