Está científicamente demostrado, después de la barbaridad del avance que la ciencia ha experimentado (hecho que nuestras abuelas, muy amantes ellas de la zarzuela, nos inculcaban) que en la composición del cuerpo humano entra más del setenta por ciento de agua. A parte de esto, los doctos en la materia de este insustituible y al parecer superabundante líquido, insisten en referenciar que muchas de las aguas que se comercializan dejan mucho que desear (como las aguas duras que favorecen la formación de cálculos renales).
Esta superabundancia a la que hago alusión viene demostrada por la infinita capacidad de algunos pozos, de algunos manantiales, los cuales (con o sin gas) y a un precio que imagino irrisorio en origen, sería creíble si fundadas sospechas, avaladas por el mal sabor que desde hace tiempo se viene apreciando en algunas de las aguas (algunas, repito) minerales embotelladas, y cuyo consumo ha experimentado un “boom” paralelo al progresivo deterioro (no sé si moral o tecnológicamente justificado) de la que sale del grifo (el arsénico está presente en algunas aguas corrientes y de riego).
Ahora bien, o efectivamente se trata de pozos o manantiales insondables o algunos están más secos que una momia faraónica, en cuyo caso se debe haber puesto en marcha alguna solución tipo parche, mezclando aguas de acá y de allá (algunas de ellas con indudable sabor que se percibe en la mezcla final, principalmente en época estival que sale agua embotellada hasta por debajo de las piedras).
¡Oh, alquimia de la era nuclear! Y el conjunto debidamente carbonatado (a posteriori) nos lo ofrecen en supermercados, colmados, cafeterías, restaurantes, kioscos, etc. a un precio que por lo visto debe rendir pingües beneficios y provocar estrabismo a todas las consejerías de Sanidad del país, a las ministras/ministros/ministrillos que han ido posando (para el retrato) con sus carteras de Sanidad y cuyas ponencias ciudadanas sobre los efectos secundarios de las aguas, sobre las consecuencias de los productos procesados, sobre la comida basura, sobre los productos transgénicos sin identificar, no suelen tener respuesta.
Y por aquello de “culo veo, culo quiero”, otros poseedores de vocación a la platita fácil, taladro en mano y manga ancha de quienes corresponda, están dejando algunas zonas de España (declaradas desérticas) hechas un verdadero queso de Gruyére.
¡Oh milagro! ¡Por todas las partes sale agua!
Pero cuando la calificación de agua mineral aparece en etiquetados, tapones, amplia flota de camiones que ruedan por las carreteras del país (principalmente en horarios nocturnos) etc. y se da publicidad a una composición determinada, en referencia a análisis clínicos, a saber si las muestras mandadas en su día a los laboratorios (otra cosa sería la presencia no anunciada de inspectores de Sanidad a las plantas embotelladoras) responden a la presente realidad , o bien (idea no desechable) estamos ante un voluminoso caso de fraude a la salud pública, amén de estar pagando euros en lugar de céntimos .
A este paso, pronto llegará el momento en que la ruptura de aguas, por parte de las parturientas, tendrá que mantenerse en el más estricto secreto, con el fin de no atraer a los “buitres” del embotellado plástico.
En el allá y entonces, en el acá y ahora, yo me pregunto:
¿Hasta que punto las garrafas y botellas transparentes (cuya funcionalidad de diseño, suavidad en el manejo de los tapones, dejan mucho que desear) no podrían desprender minúsculas partículas que beberíamos inevitablemente y que podría ser ésta la causa de algunos ligeros trastornos, de algunas enfermedades en las personas? Pero claro, hablarles de esto a los políticos que gobiernan en España, es lo mismo que el que tiene tos y se rasca la barriga (“¡A beber pues, a beber, que así ahogamos las penas nosotros también!”).
Me gustaría referenciar que a finales de septiembre del año 2017, envié una carta certificada y con acuse de recibo a la entonces directora ejecutiva (Ministerio de Sanidad Servicios Sociales e Igualdad), Teresa Robledo, y le explicaba con todo lujo de detalles las muchas anomalías que presentaban ciertas aguas embotelladas, así como los alimentos embasados en recipientes de plástico, por el exceso de sal, de azúcares, las mezclas, el minúsculo tamaño de las letras del etiquetado que impedía saber que tipo de productos estamos consumiendo. La respuesta tuvo lugar un mes y medio después, con un escueto alegato protocolario y haciendo especial hincapié en que la legislación marco vigente en toda Europa (Reglamento 178/2002) establece el principio de análisis del riesgo como base para la toma de decisiones en el ámbito de la seguridad alimentaria. En la misiva, esta señora, entonces adosada al Ministerio de Sanidad del Gobierno de España, apostillaba que “entendía mi preocupación por el tema alimenticio, pero que no lo compartía, porque hoy día con la información del etiquetado los consumidores pueden ejercer su derecho a elegir qué comprar y qué consumir”. Y se quedó tan pancha.
Convencida de que los políticos de este país lo que firman con las manos lo borran con los pies, cuando la paisana Carolina Darias agarró la Cartera de Sanidad del Gobierno, le envié una nueva carta de tres folios (vía Correos de España) exponiéndole el mismo problema sobre algunas de las innumerables aguas minerales que se comercializan, principalmente en el verano, sobre los alimentos procesados y demás productos envasados cargados de grandes cantidades de conservantes, de antioxidantes, de azúcares, de sal y demás pócimas para que los víveres tengan mayor duración dentro de los plásticos. La ministra canaria (licenciada en Derecho por la Universidad de La Laguna-Tenerife), a la que conozco desde hace muchos años, no creo que sepa mucho de cuestiones sanitarias, al igual que su predecesor, puesto que sigue haciendo mutis por el foro.
Alimentos y cáncer: El pasado año se detectaron 250.000 nuevos casos de cáncer en España y se estima que en las próximas décadas la incidencia aumente un 70%. ¿Qué relación hay entre la alimentación y el cáncer? Según el Código Europeo Centro del Cáncer la alimentación es uno de los factores más importantes para su prevención. Aún así, aparentemente cada vez se hace más la vista gorda y demasiado de “cuando en vez” se pueden encontrar grandes contaminantes que sí están reconocidos como cancerígenos.
Mientras el Ministerio de Sanidad pasa las páginas donde los investigadores escriben las muchas realidades, Alberto Garzón (desde la Cartera de Consumo) ha dado una nueva patada de banco instando a los españoles a que no coman carne de ternera porque es muy mala y que las aerofagias de dichos animales deterioran la capa de ozono. No hay más ciego que el que no quiere ver, ni más ignorante que el que confunde la trompa de Eustaquio con las trompas de Falopio. Que este hombre tenga la osadía de dar este tipo de consejos, destrozando la vida de los ganaderos españoles, mientras él organizó menús para su boda millonaria (boda a la chistorra), a base de bogavantes y grandes ingestas de solomillo de ternera para 274 comensales (400 euros por cabeza), es como para condenarle por cínico.
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