Llevaba demasiado tiempo, sin pasar por aquí. Casi seis meses. La última vez aún teníamos que afrontar el último trimestre de 2019. Nada se sabía todavía de un 2020 que, a buen seguro, estará marcado en la Historia por la Crisis del COVID-19, en la que estamos sumidos mientras redacto estas líneas.
Ha sido esta microscópica amenaza la que me ha sacado del letargo redactor y opinador. Una de las cosas buenas que tiene un confinamiento impuesto por las autoridades sanitarias es que me hace pensar mucho. Más de lo que es normal en mí. Y yo, cuando pienso, tiendo a escribir.
Pienso en estos días en lo frágil y sólida que es nuestra sociedad. Sí, ya sé que resulta confuso. ¿Cómo puede ser algo fuerte y débil, al tiempo? Como colectivo somos fuertes, porque estamos genéticamente diseñados para serlo.
Ante las adversidades y peligros nos venimos arriba: se agudiza nuestro ingenio, se pone a prueba nuestra resiliencia. Nuestra capacidad para ser solidarios y empáticos suele poner de relieve todo lo que hay de bueno, en nosotros. Concedo que hay personas imbéciles, mezquinas y egoístas en todas partes. Que la ignorancia y el miedo causan destrozos, en situaciones así. Pero creo que me entienden.
Así vivimos. ¿A que parece increíble?
Pero no puedo dejar de ver que también andamos sobre el alambre. Nuestra economía está sustentada en entelequias, en conceptos macroeconómicos escurridizos que están diseñados para no ser entendidos por los comunes. Para, de este modo, favorecer únicamente a los responsables de ese diseño.
El COVID-19 ha desviado el foco sobre nuestros modos de vida. El grueso de casi todos ellos gira en torno al trabajo. Un trabajo que no siempre tiene sentido, nos satisface, nos hace crecer como personas o va más allá de la subsistencia y –a veces– de la miseria. Y cuando ese trabajo peligra o desaparece… surge el abismo.
El encierro obligatorio de la cuarentena también ha sacado a relucir nuestros modelos de familia. Unos modelos en los que los hijos e hijas son el auténtico motor de las vidas de padres y madres. Pero que también suponen un auténtico trastorno, cuando toca compartir espacio y tiempo con el trabajo o la ausencia del mismo. Con la inactividad y la angustia. Con una vida «normal» que, antes de la cuarentena, tenía muy poco de normalidad.
Conciliación, trabajo remoto, economía –grande y pequeña–, atención, cuidados, afectos, prioridades… Muchas cosas pueden cambiar, tras esta crisis. Y hago hincapié en la posibilidad. Una cosa es que este tirón de orejas global nos haya hecho levantar la cabeza. Otra muy distinta es que tengamos capacidad o voluntad para alargar la mirada y ver más allá de mañana. Y más lejos que nuestra casa, barrio, ciudad o país.
Siempre les hemos necesitado
Porque esta crisis también nos ha vuelto un poco miopes. Mucha gente se queja amargamente de las lógicas inconveniencias que implica vivir encerrado. Y claro, en este contexto de fragilidad, a mí me da por pensar en los más frágiles. En las personas con discapacidad que viven esta situación a diario, desde siempre. Que no pueden moverse tanto como quisieran, cuando el resto de gente hace vida «normal». Que no pueden salir de casa o que, cuando salen, encuentran tantos obstáculos de toda clase que viven encerradas por imposición, no por voluntad.
Pienso en quienes sufren discapacidades psicológicas y mentales. Que trasladan este «infierno» que ahora vivimos a su interior, multiplicado por cien. Pienso en quienes tienen que hacer frente a la incapacidad para comunicar lo que sienten, piensan o necesitan. En aquellos cuyas carencias de afecto, cariño y atención son el pan de cada día. Ha hecho falta una pandemia global para que muchos y muchas recuerden lo que es la empatía.
Cuando todo pase –que pasará, estén seguros– los más frágiles entre los frágiles seguiremos aquí. #Somos4Millones. No lo digo para meter ningún dedo en ninguna llaga. A muchos de nosotros, personas con alguna discapacidad, nos han educado para ser fuertes, para superarnos, para ver las «crisis» de otra manera. Pero nuestras fragilidades, que también existen y que gran parte de la sociedad parece ver mágicamente ahora, no desaparecerán. Les vamos a seguir necesitando.
Y no quiero terminar mi columna sin aprovechar este espacio para dar las gracias a todas las personas que conforman nuestro sistema sanitario. A pesar de llevar diez años sufriendo recortes salvajes en recursos, personal y medios, están donde siempre han estado: luchando por la salud y el bienestar de otras personas.
Ya lo expliqué en mis redes sociales, hace días. Yo no participo en las ovaciones diarias de apoyo, desde los balcones. Mi infancia y juventud ha transcurrido en hospitales, centros de rehabilitación y consultas médicas de toda clase. Conozco muy bien a los receptores de esos aplausos domésticos. Y gracias a ellos soy quien soy, ahora mismo. Poder llevar una vida medianamente digna, haber superado determinados hitos en mi camino es responsabilidad suya. Mi propia existencia es el mejor agradecimiento que se puede dar. Aun así, hago llegar desde aquí mi particular ovación.
Pero recuerden. Seguimos siendo tan frágiles como siempre. Confío en que no dejen de verlo, cuando puedan salir a tomar el sol y recuperar el contacto con quienes más quieren. Hasta entonces, quédense en casa y mantengan la calma. Incluso esto, lo superaremos.
@CesarBritoGlez
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