En un intento por amansar a las fieras y sofocar el conato de incendio avivado por psicólogos y padres al borde de un ataque de nervios, Pedro Sánchez anuncia a bombo y platillo que los niños pronto podrán por fin salir a la calle. El presidente vuelve a improvisar, a crear falsas expectativas.
Tira la piedra para esconder la mano en un intento por desviar el punto de mira y tenernos a todos entretenidos hasta el 27 de abril en discusiones banales de barra de balcón. El caso es que hemos picado el anzuelo y ya estamos todos manos a la obra, construyendo castillos en el aire y diseñando cómo serán estas salidas, si por franjas de edad, por franjas horarias, que si con bici y patinete, que si a dos metros de los amiguitos con los que nos cruzamos.
Con todos mis respetos, y con la esperanza de que no se malinterpreten mis palabras, creo que el Gobierno simplemente va a conferir a nuestros niños el estatus del que se han beneficiado los perros durante el confinamiento. Esto es, dependiendo de la zona donde uno viva y de las exigencias de las autoridades policiales y/o militares, el desconfinamiento de los menores se limitará a darles un paseíto por los alrededores del domicilio.
Y seguramente para muchos de ustedes me estaré equivocando, pero yo conozco a muy pocos niños a los que les guste el hecho en sí de pasear, así que o esto va a ser un desmadre o será peor el remedio que la enfermedad, porque hay que tener mucha templanza para atravesar el parque de los columpios sin poder montarse en ellos y mucha sangre fría para estar en la calle sin poder chutar un balón ni embadurnarse de arena.
Las televisiones y las redes sociales bullen a diario con las ocurrencias de menores cocinando, estudiando, bailando, cantando, saltando, jugando a la consola, chateando con los colegas, tirándose de los pelos con los hermanos, molestando a los padres en sus horas de teletrabajo… Es la prueba evidente de que los niños son los que tienen más recursos a su alcance para sobrellevar con buen ánimo esta cuarentena (que ya no medimos en días, sino en semanas, y pronto lo haremos en meses).
Y mientras nos enzarzamos en el debate sobre las consecuencias de esta pandemia para la salud física y mental de los que tienen toda la vida por delante, los ancianos siguen olvidados, pudriéndose de soledad y enfermedad en las residencias, la mayoría con un deterioro cognitivo importante que les impide entender por qué les han abandonado, por qué ya nadie de la familia les visita. No morirán de coronavirus, pero lo harán de pena, confinados en el silencio de la habitación de un asilo, invisibles incluso para los aplausos de las ocho.
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