Es obvio que la mayor responsabilidad en la existencia de listas de espera corresponde a la Administración sanitaria, responsable de disponer de los recursos necesarios y administrarlos con eficiencia, pero también los profesionales y los pacientes tenemos alguna responsabilidad al respecto.
Los profesionales gestionamos recursos públicos y, en muchas ocasiones, establecemos consultas periódicas en pacientes que pueden ser atendidos por la Atención Primaria. Ello produce una sobrecarga de las agendas que aumenta el tiempo de espera para realizar una consulta.
En una situación con disponibilidad de recursos suficientes, ese tipo de consultas puede contribuir a mejorar el seguimiento de numerosas patologías crónicas, como sugieren muchas guías de práctica clínica, pero cuando no se dispone de dichos recursos producen un incremento en las listas de espera.
Las guías están hechas para todos los hospitales, españoles, europeos o americanos, pero no contemplan la gran variabilidad de recursos entre países y entre centros sanitarios y, por eso, en muchas ocasiones son inaplicables. En todo caso, nos corresponde a los profesionales realizar una adaptación de las mismas a la realidad concreta de cada centro, y ello exige contemplar el impacto de nuestras decisiones en las listas de espera.
Los ciudadanos también tenemos nuestra parte de responsabilidad, y no solo por hacer un uso indebido o abusivo de los recursos asistenciales, provocando una sobrecarga innecesaria de los mismos, un aspecto que genera encendidos debates, sino porque, en muchas ocasiones, una vez conseguida la cita no se acude a la consulta programada, lo cual puede estar justificado en determinadas circunstancias por haberse modificado la situación que generó la demanda de consulta, y tampoco se avisa con el tiempo suficiente de la intención de no acudir a la citada consulta, lo que, en caso de hacerse, permitiría atender a otro paciente en ese hueco de la agenda.
Unas u otras circunstancias contribuyen a agravar un problema que lastra la Sanidad pública y puede acabar destruyendo el sistema sanitario público, cuestión sobre la que no estamos suficientemente mentalizados ni los profesionales, cuyo trabajo depende de ella, ni los pacientes, cuya salud también depende de ella.
Todo lo anterior no quita para, tal y como he señalado anteriormente, dejar claro que corresponde a la Administración sanitaria aportar los recursos necesarios y establecer mecanismos eficientes de gestión de los mismos, y que antes de responsabilizar a profesionales y pacientes es necesario un compromiso presupuestario que garantice cubrir las necesidades de los ciudadanos, y eso se traduce, en la situación actual, en niveles de inversión similares, al menos, a los de los países de nuestro entorno.
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