Imposible reprimir la sonrisa. Beatriz tiene 16 años y se podría decir que la conozco desde antes de que naciera, cuando su madre acudía a la consulta para el control de su embarazo. Fue hace dos años, al cumplir los 14, cuando pasó de Pediatría a mi cupo.
En su primera consulta como adulta le advertí de que los principales riesgos para su salud dependían de los hábitos de vida que desarrollara, le aconsejé cómo cuidarse, le recordé la disponibilidad de mi consulta para atender cualquier problema de salud que se le presentara o le preocupara y le garanticé la confidencialidad.
El derecho a la confidencialidad del paciente está reconocido tanto en la Carta Europea de Derechos del Paciente como en las diferentes legislaciones autonómicas de nuestro país. En Castilla y León la ley lo expresa así: “Los poderes públicos están obligados a velar por el respeto a la intimidad de las personas en las actuaciones sanitarias y a la confidencialidad de la información relacionada con la salud, y a que no se produzcan accesos a estos datos sin previa autorización amparada por la Ley”.
Sin embargo, Beatriz no es mayor de edad todavía y, por tanto, sigue dependiendo de sus padres. ¿Le aplica por tanto este derecho? Los médicos sabemos que la atención a adolescentes plantea en ocasiones desequilibrios entre los derechos y deberes de los menores y los de sus padres o tutores. Situaciones de conflicto donde manejar conceptos como la confidencialidad, el consentimiento informado o la capacidad de toma de decisiones sanitarias no es siempre fácil.
Para evitar estos conflictos contamos con varios cuerpos legales. Por un lado, el Código Civil, en su artículo 162, establece que es a los 12 años cuando el menor puede hacer uso, siempre que reúna la madurez suficiente, de sus propios derechos, incluyendo explícitamente los actos relativos a los derechos de la personalidad (como son el derecho a la intimidad –espiritual, corporal o sexual–, a la salud, a las relaciones paterno-filiales, a la propia muerte, a la sexualidad y a la procreación). Esto significa que a partir de los 12 años se deberá recabar el consentimiento de los menores, siempre que tengan suficiente juicio, en aquellos temas que les afectan y que los jueces y los profesionales sanitarios debemos tener en cuenta su opinión.
Esta confidencialidad debe custodiar especialmente los datos sensibles, aquellos que afectan a las relaciones afectivo-sexuales, a la salud mental o a los hábitos tóxicos, garantizando al adolescente la custodia de los mismos y su exclusiva utilización para los fines que fueron recogidos. El proceso debe ser voluntario y la adolescente debe mostrar una capacidad suficiente para afrontar la decisión. Es la médica responsable del caso la encargada de valorar esa capacidad, quedando también a su criterio la posibilidad de informar a la familia en los casos más graves.
Al cumplir los 16 años, Beatriz adquirió la Mayoría de edad Sanitaria, según establece la Ley de Autonomía, aunque existen excepciones a lo anterior que se rigen por lo establecido con carácter general sobre la mayoría de edad legal (18 años), como son la interrupción voluntaria del embarazo, la práctica de ensayos clínicos, la práctica de técnicas de reproducción humana asistida, la capacidad legal para redactar un documento de voluntades anticipadas y la donación de vivo.
Beatriz ha venido acompañada por un chico de su edad. Él aguarda en la sala de espera. “Por supuesto, ya te dije que la consulta es confidencial, el derecho a la salud es un derecho personalísimo y en ningún caso voy a informar a tus padres sin tu consentimiento. También te digo que si tuvieras un problema importante ya decidiríamos entre las dos cómo contarlo, pero lo de hoy no requiere comunicación de ningún tipo. De todas formas, ¿no has pensado contarlo en casa?”. Beatriz respira tranquila y coge la receta. “Pues estoy pensando que igual tienes razón, mejor lo cuento y así por lo menos algo que ahorro”. Y se va contenta y segura de su decisión.
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