Algunas autoridades sanitarias están planteando modificaciones en su normativa encaminadas a sancionar económicamente a las personas que no se vacunen contra la covid-19 en el caso en que decidieran que la vacunación fuera obligatoria y dejara de ser una decisión voluntaria y libre.
Es cierto que la legislación española permite que las autoridades puedan imponer la obligatoriedad de la vacunación en determinadas circunstancias1, aunque está menos claro que una comunidad autónoma pueda hacerlo unilateralmente en todo su territorio, sobre todo si su situación es mejor que en otras muchas.
Hoy por hoy, no hay razones epidemiológicas ni éticas que justifiquen la obligatoriedad de la vacunación. Todo lo contrario. Desde el punto de vista epidemiológico, la población española acepta estas vacunas mayoritariamente, más del 80% en las últimas encuestas, porcentaje que probablemente sería suficiente para conseguir inmunidad de grupo.
Cuando una persona se vacuna se protege a sí misma y, a la vez, protege a los demás. Desde el punto de vista ético, la obligatoriedad de la vacunación solo tiene sentido si hay un rechazo importante de la población a recibir una vacuna para la que hay pruebas fehacientes de su eficacia y seguridad y si ese rechazo impide que se pueda lograr la inmunidad colectiva necesaria para frenar la circulación del agente infeccioso. La obligatoriedad solo tiene sentido si la protección del bien común tiene que hacerse a costa, necesariamente, de no respetar las decisiones individuales de los contrarios a vacunarse. Pero ese no es el caso de la vacunación frente a la covid-19.
La vacunación es una actividad preventiva que se aplica a personas sanas, pero que supone ciertos riesgos y ciertas molestias, aunque sean pequeños. No es una actividad terapéutica que se aplica a personas enfermas para curar o aliviar su enfermedad. Tanto en las actividades preventivas como en las terapéuticas se debe aplicar todo lo que sea posible el principio de respeto a las personas —que supone que las personas deciden libremente si reciben esas medidas—, siempre que ello no ocasione un perjuicio a terceros.
Mientras el porcentaje de personas que rechazan la vacunación sea relativamente pequeño, las políticas de salud pública más razonables aconsejan armonizar la búsqueda del bien común y de la solidaridad con el respeto a las decisiones individuales, libres y sin coacciones. Con ello, se aplica el consejo de recurrir a las medidas de apoyo a la salud pública que sean menos restrictivas de las libertades individuales.
En cualquier caso, la obligación de las autoridades sanitarias estatales y autonómicas es persuadir y convencer a todos aquellos que puedan tener reservas contra la vacunación de los enormes beneficios que aportarán a todos frente a unos riesgos muy pequeños a los que se exponen. El recurso a medidas punitivas u obligatorias puede generar en la población, además, una desconfianza en las autoridades muy poco aconsejable para la gestión de la pandemia.
Las autoridades deben ganarse la confianza aplicando medidas basadas en la mejor ciencia, con rendición de cuentas y transparencia. La obligatoriedad, aunque sea relativamente encubierta, solo puede ser un último recurso cuando la situación así lo exige y no quedan otras alternativas.
1. Hay amparo normativo para la obligatoriedad: artículo 43 de la Constitución Española de 1978; artículo 12, uno, de la Ley Orgánica 4/1981, sobre el estado de alarma, excepción y sitio; artículo 3 de la Ley Orgánica 3/1986, de medidas especiales en materia de salud pública; artículo 26.1 de la Ley 14/1986, general de sanidad; artículo 11.2 in fine de la Ley 16/2003 de cohesión y calidad del SNS y artículo 54.2f) de la Ley 33/2011, general de salud pública. Pero es dudoso que se puedan aplicar solo en todo un ámbito autonómico sin que haya razones de salud pública que lo justifiquen solo en esa autonomía.
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