Nadie mejor para dar a conocer una enfermedad que el que la sufre. Y en su defecto, el que la padece a su lado, como es el caso de los familiares. En un pequeño despacho de la Casa de las Asociaciones de Salamanca, Manuel Puparelli, José Redero y Pilar Hierro nos cuentan qué significa vivir con una enfermedad a veces difícil de pronunciar, la espondilitis anquilosante, junto a las mujeres de ellos, Teresa Madruga y Pepi Notario. Este martes se hablará más sobre su enfermedad, se celebra el Día Nacional de la Espondilitis Anquilosante.
Pero esta enfermedad no es solo de un día, la palabra crónica lo dice todo. Sus miradas ocultan años de dolor y de dudas sobre un diagnóstico que tarda en llegar más de la cuenta. Son personas que sufren días de bajón (como cualquier otra), pero que saben levantarse y enfrentarse al día a día, con mucha superación frente a sus limitaciones físicas.
“En esta enfermedad se cogen muchas depresiones”, precisa antes que nadie Pepi Notario, la mujer de Manuel Puparelli, en cuya casa se habla de esta enfermedad desde hace más de 30 años. Pilar Hierro además de ser afectada por la espondilitis anquilosante es la actual presidenta de la Asociación Salmantina de Espondilitis Anquilosante (ASEA), quien tomó el testigo precisamente de Manuel. Ella detalla que se trata de una patología “que afecta a toda la familia”. Y así lo reafirma Teresa Madruga, la mujer de José Redero: “Los que estamos con ellos también lo pasamos”, y su marido insiste y dice que incluso lo pasan más que el que la padece.
Manuel comienza a contar su trayectoria, por llamarla de alguna manera, con la espondilitis anquilosante. “Coges una depresión porque no sabes qué te pasa y piensas qué podrá ser. Solo ver el que no podía hacer las cosas me amargaba la vida, y me ponía hasta llorar”, confiesa. Su mujer le interrumpe y le dice que no llore porque si no llora ella. Lleva “de médicos”, como dice Manuel, más de 30 años, con un diagnóstico inicial de lumbalgia, pero una patología que seguía su cauce y engrosaba su historial médico. Y como esta enfermedad sistémica afecta a las articulaciones, llego un día en el que no pudo ni mover las piernas, “primero me tenía que coger una pierna y luego la otra”. Son los brotes, y los más habituales llegan en otoño y en primavera, cuando más les afecta la enfermedad. “Cuando veo caer las hojas ya sé que me viene el brote”, detalla.
Desde los 16 años con brotes
Por su parte, José Redero recuerda que ya con 16 años comenzó con los brotes de dolor e inflamación. Pilar Hierro insiste en que a veces, los brotes no son fáciles de controlar, “hay algunos que pueden durar hasta cuatro o cinco meses, aunque lo normal es que en 15 o 20 días se pase”. Pero ella tiene experiencia de haber pasado alguno de más de tres meses, algo que confirman tanto José como Manuel. Este último alguna vez ha pensado dejar el tratamiento porque a veces cree que no sirve de nada, “pero eso es lo peor”. A él se le ponían los brazos como “monstruos de inflamados”.
José no mueve ni manos ni brazos y tiene una operación de cadera a cuenta de la espondilitis. A los 16 le afectó a los tobillos, a los 20, las manos, y luego ya todo el cuerpo. A Manuel, la enfermedad también le afecta al riego sanguíneo, y al corazón, le han dado varios infartos, como a José. “Tres infartos, una angina de pecho y un derrame cerebral”, enumera Manuel. Pepi señala con sus manos el grosor del historial médico de Manuel. Teresa sigue describiendo las secuelas de la enfermedad en su marido José: “Los dedos de los pies los tiene igual que los de las manos (agarrotados y sin movimiento), y en la zona lumbar tiene limitaciones, no se puede agachar”.
Él agradece a Teresa sus desvelos, “que lleva 30 años poniéndome los calcetines y ayudándome a vestir”, porque se ha convertido en su brazo derecho e izquierdo, sus ojos, “su todo”. Y Pilar también cuenta con el apoyo de su marido, que la empuja a salir de viaje o ir a una comida con amigos aunque ella no se vea capaz de ello. “La enfermedad con alguien a tu lado se lleva mejor”, admiten. Porque en muchos casos no saldrían de casa y son sus parejas las que consiguen que lo hagan.
Un diagnóstico que tarda en llegar
Pilar también tiene dañada la zona lumbar y el hueso del sacro. “Donde más ataca es en la zona lumbar, de principio, y en las cervicales, y luego ya va degenerando a otras zonas”, relata. Y los tres vuelven a coincidir en que el diagnóstico tarda en llegar “muchísimo”, y pasan años hasta que no tienen el nombre y apellidos de su enfermedad. Y Pilar ya de pequeña, con 14 años, sufrió un brote muy fuerte, en el que se le inflamaron las rodillas y no pudo acabar el curso de octavo de EGB. Por aquel entonces le decían que era reúma. “Son años y años sin saber qué tienes, y ya te planteas si de verdad tienes algo o es que te lo inventas”, lamenta.
Y la actual presidenta de ASAE reconoce que cuando reciben el diagnóstico definitivo y te ponen el nombre, “te sienta mal pero como que te alivia”. El diagnóstico asusta, añade Pilar, “porque te dicen que es crónico e incurable, y suena muy fuerte, porque saber que no te vas a curar nunca es una losa”. Al respecto, Manuel apela a lo que en una ocasión le dijo un médico: “Me dijo que moriría de otra cosa pero de espondilitis no”.
Y en la gran mayoría de casos tienen que interrumpir su vida laboral debido a la enfermedad, que en el caso de José fue a los 38 años, con la invalidez permanente tras años donde se tenía que pedir la baja en varias ocasiones. “Él no quería dejar de trabajar, lo ideal hubiese sido que le hubiesen dado un trabajo adaptado a su enfermedad, que pudiera desempeñar para que no se traumatizara”, subraya Teresa. Al respecto de adaptar los puestos de trabajo, apunta Pilar, no existe ninguna solidaridad por parte de las empresas, “aunque presumen de Responsabilidad Social Corporativa, pero no vemos las políticas de trabajadores enfermos, qué se hacen con ellos”. Y la presidenta insiste en que ese tema está legislado, “porque una persona que tiene una incapacidad reconocida tiene derecho a que se adapte su puesto de trabajo, pero no se hace”.
Invalidez permanente y pensión baja
Y con la invalidez permanente, en ocasiones entre los 30 y 40 años de edad, la pensión es muy baja, de 400 o 500 euros. José tiene grabada la cantidad que le quedó cuando dejó de trabajar, 21.000 pesetas. Respecto a los tratamientos, los específicos para la espondilitis anquilosante están financiados, pero muchos otros que se toman estos afectados los tienen que costear. “A nosotros nos afecta en la piel, y te tienes que comprar una crema que no entra en la Seguridad Social, o las lágrimas artificiales para los ojos secos que tenemos”, detalla Pilar. Ella recibe tratamiento biológico, que cada inyección cuesta 1.200 euros, “y no pago nada, y si tuviese que hacerlo no podría”.
Y otras terapias que les pueden venir bien, como al fisioterapia, no tienen acceso en la Sanidad Pública, salvo algunas sesiones que como mucho se prolongan durante 12 o 15 días, admiten. El resto se lo tienen que costear o lo tienen a través de la cartera de servicios de la asociación. Pero antes, la asociación recibía más subvenciones que con la crisis se redujeron considerablemente, como describen. Pero ellos, con el poco dinero que reciben están volcados en ofrecer a sus socios lo que más les beneficie para su salud, como por ejemplo, la fisioterapia. En Salamanca se estima que ha unos 1.500 afectados, aunque solo cuenta con cerca de 200 asociados.
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