Érase una vez un niño llamado Adrián, que llegó al planeta Tierra (en la España peninsular) una mañana de invierno que anunciaba la caída inminente de un manto de nieve blanca, como su alma, y heladas en amalgama que espantaban al viento.

En ese su primer viaje, el pequeño no fue recibido con cariño, ni mucho menos con grandes sentires y hermosos palpitares, dado que los padres biológicos le abandonaron en el mismo hospital donde nació al saber que éste traía como único equipaje el Síndrome de Down (también llamado Trisomía 21) y una cardiopatía que precisaba intervención quirúrgica. Médicos y sanitarios le llamaban cariñosamente el niño solitario, puesto que al contrario que el resto de los menores hospitalizados, Adrián no recibía ni una sola visita, nadie le abrazaba…exceptuando las enfermeras a las que miraba fijamente con sus ojos vivarachos, ojos con arpegios de interrogante para que alguien le explicara el por qué a él no.
El tiempo fue pasando y el niño solitario recibió el alta hospitalaria. Con seis meses de vida, cuando el pequeño regresó nuevamente al centro asistencial de la capital de España (para una revisión exhaustiva), esta vez lo hizo acompañado de sus nuevos padres y hermanos adoptivos a los que se agarraba fuertemente sin querer soltarse. Sí, el niño solitario se había convertido en el mejor y más acompañado del mundo, el más querido, el más amado, el más feliz y el más mimado.
Un cromosoma extra ya no era un impedimento en la vida de este ser maravilloso, sino una ventaja a la hora de repartir cariño y las primeras palabras que aprendió a decir llegaron con un audible interrogante: ¿“Mamá, tú me quieres”? ¿”Papá tú me quieres”? El amor ha sido siempre una constante en este niño que vino al mundo demasiado liviano de equipaje, desnudo, como los hijos de la mar.
Las barreras surgieron al cumplir la edad para ser escolarizado en un colegio público. Los padres tuvieron que pleitear contra las administraciones educativas de las comunidades autónomas de un país con demasiadas desigualdades, que consideraron “que matricular a un niño Down era una pérdida de tiempo, para él y para los profesores”. Todo un ejemplo de inculturización, de falta de ética, de carencia de moral, de principios y sobretodo de sentimientos los de un funcionario colocado a dedo para hacer valoraciones asido al libro de la pedagogía oxidada proveniente del “concilio de Trento”.
Para semejante espécimen adosado al Ministerio de Educación, el niño más amoroso y espabilado del mundo, “nunca llegaría a diferenciar el color blanco del color negro” (palabras textuales). Ni los padres, ni los hermanos se dieron por vencidos y ese pibito especial, ese niño grande en un mundo pequeño, entraba por la puerta grande de un colegio concertado normal (dirigido por religiosas) a comienzo de curso del mismo año. Allí fue recibido con los brazos abiertos. Amado, querido respetado por profesoras, por los compañeros de su misma clase e integrado totalmente en el ambiente escolar.
A los cinco años de edad, no solamente sabía todos los colores en español, sino también en ingles y todas las notas musicales del pentagrama. Cantaba las canciones de Serrat, acudía a los conciertos de música andina con sus padres y cuando llegaba a casa éstos comprobaban que se había aprendido la letra y la música de muchas de ellas.
Saludaba en francés cuando llegaban las visitas (bonjour) y repentizaba unos te quiero (je t’aime) que llegaban al alma. A esa edad sabía su nombre y sus apellidos, el de todos los compañeros de clase, el de las profesoras y la dirección completa de su casa.
Evidentemente que el ojo clínico de aquel funcionario de la Dirección Provincial de la Junta de Castilla y León que operaba en el planeta Tierra, debía estar virolo (sin solución) y su corazón más duro que una piedra. Este ser maravilloso que vino al mundo con un cromosoma extra, a los doce años sabía leer, escribir, sumar, nadar, cantar y sobretodo amar. Amar a sus padres y hermanos con toda el alma, a sus primos, a los abuelos, a sus tíos, a los profesores, a sus compañeros de clase. Un niño al que nadie le ha visto llorar, ni siquiera cuando tenía que ir al Centro de Salud (demasiado de cuando en vez) para hacerse las analíticas de las revisiones médicas y que las mismas enfermeras se quedaban asombradas al ver como él mismo se subía el pullover para que le hicieran las extracciones de sangre y que de su boca no salía nunca ni un quejido, ni un suspiro de dolor.
“Le petit garcon” (niño pequeño), el personaje de mi cuento, no es el simple protagonista de una fábula. Es mi sobrino Adrián, es mi amorsito (con s, como decimos los canarios), es mi sobrino del alma. Sí, esta es la historia real de su vida: Todo un ejemplo de superación para que ningún padre del país tire nunca la toalla cuando les cierren las puertas de la igualdad de oportunidades. Por encima del paliqueo de las administraciones públicas, de las confesiones con demasiadas penitencias de los políticos… está la motivación de la familia para que estos niños especiales acaben dándonos lecciones magistrales.
Adrián ha cumplido quince años y desde chiquito me ha llamado camarada Charo, dice que él es más listo que el hambre y más canario que el gofio. Cuando nos encontramos le enseño a hablar francés (sainte Marie, mere de Dieu, priez pour nous…), maneja la tablet mejor que un informático. Él solito, sin ayuda de nadie, busca en Internet temas relacionados con las obras de arte, con la decoración y entiende de muebles de maderas nobles como si fuera un auténtico anticuario. Lleva años acompañando a sus padres a las clases de tango y al terminan, la profesora le invita siempre a marcarse con ella el mítico “caminito” o el adios muchuchos” de Carlos Galdel.
Querer es poder: Merece la pena intentarlo. Cuántas guerras se han perdido sin haberse realizado.
“No me quitte pas, no me quitte pas. Moi je t’offrirai desperles de pluie venue de pays” (No me abandones, yo te ofreceré perlas de lluvia llegadas del país donde no llueve). “No, no me quitte pas, Adrián”.
La motivación de los niños con síndrome de Down en las primeras etapas es esencial
A menudo se supone que los pequeños con menos capacidad intelectual están menos motivados que los demás. Pero con los recientes estudios se ha determinado que los pequeños Down pueden sentirse tan motivados como los demás, motivados por las cosas bonitas y agradables. Puede haber una lentitud de reacción que es diferente en grado de un niño a otro. Por consiguiente, a la hora de comparar el desarrollo de la motivación en estos pequeños con el resto de la población infantil, es preciso considerar la edad mental que es la que da un índice del desarrollo cerebral y no la edad cronológica. No tener esto en cuenta, puede suponer un fracaso de muchos proyectos educativos en las escuelas de integración.
Dedico esta posdata al funcionario de Educación de la Junta de Castilla y León, cuya ignorancia le llevó a cerrar la puerta de las oportunidades a un niño con síndrome de Down, un niño que ha logrado escribir con sus manos lo que años atrás él borró con los pies.
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