Sólo la palabra aterroriza, no tanto porque cáncer sea sinónimo de muerte, sino por la dureza de la mayoría de los tratamientos a los que hay que someterse para superarlo. El porcentaje de supervivencia de estos enfermos se ha incrementado notablemente en las últimas décadas gracias a los estudios científicos en diferentes y numerosos ámbitos de la Medicina, pero curiosamente la investigación es uno de los aspectos en los que menos parecemos comprometernos e implicarnos.
Colaboramos con mayor facilidad en costear otras líneas de ayuda (bien es verdad que todas son igual de necesarias), encaminadas a atender a los enfermos que las padecen, pero nos cuesta entender que conocer la enfermedad es la única y mejor forma de combatirla, cuando no de prevenirla. Es una labor lenta (la calidad de los resultados así lo requiere) e imprescindible porque, a pesar de lo excesivamente costosa que nos pueda parecer, sirve para erradicar o minimizar dolencias, para evitar sufrimiento.
Como bien dice en su web la Asociación Española contra el Cáncer, éste no es sólo una enfermedad, son más de 200 diferentes, y cada una de ellas necesita su propia financiación a través de sus propios proyectos. Así que multipliquen esa cifra por tantas patologías como existen y echen cuentas.
Dicen que es una labor callada -silenciada, diría yo- y puede que una buena parte de culpa sea de los propios medios de comunicación, que acostumbramos a anunciar a bombo y platillo los avances que se van logrando, pero rara vez entramos en los laboratorios y en los centros de estudio y nos preocupamos por contar en qué se trabaja, en las dificultades que se encuentran, en los obstáculos que tienen que sortear y en las líneas de estudio que se acaban perdiendo a causa de la falta de fondos económicos.
Rara vez la ciudadanía es sensible a las reivindicaciones de los científicos, colectivo al que este país parece dar la espalda especialmente, obligando a nuestros pesos pesados y referentes internacionales en la materia a emigrar al extranjero en busca de paraísos científicos donde, ya no sólo el Estado, sino las empresas privadas parecen mucho más proclives a la hora de respaldar su tarea. Ni que decir tiene que las jóvenes promesas encaminan sus pasos profesionales a otras áreas más productivas ante la falta de expectativas. Pero pocas cosas deben ser tan satisfactorias como descubrir una nueva línea de actuación que permita después a los profesionales cumplir con la encomiable labor de salvar vidas o de mejorar la calidad de vida de los enfermos. Pocas cosas deberían ser más satisfactorias que colaborar con ellos en hacerlo posible.
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