Cada 1 de mayo suelo salir a calle. Asista o no a toda la manifestación, me gusta pasear por la Plaza Mayor a la hora en que concluye, mirar a la cara a los que acuden a ella y escuchar a los dirigentes sindicales antes de irme a casa.
Los que llevamos largo tiempo oyendo discursos de los líderes, estábamos acostumbrados a escuchar reivindicaciones salariales, quejas sobre derechos adquiridos conculcados, reivindicaciones sobre conciliación entre maternidad y trabajo, así como otras cosas típicas de gente empleada que aspira a trabajar en las mejores condiciones que sea posible.
Pero desde el estallido de esta crisis-trampa, la principal preocupación ha pasado a ser la falta de ocupación remunerada. Así que, de la misma manera que el departamento del ramo ha cambiado el nombre de Ministerio de Trabajo por Ministerio de Empleo, creo que el 1 de Mayo debería de actualizarse y pasar de ser, en adelante, el Día del Paro.
Esto podría ser un chiste si tras él no se encontraran verdaderos dramas. Recientemente, este mismo medio publicó un artículo del cardiólogo Maximiliano Diego, miembro destacado de la Asociación para la Defensa de la Sanidad Pública. Cuenta en él algo espeluznante. Resulta que un padre de familia tratado de un infarto fue reingresado a los pocos meses por otro episodio cardiaco aún más grave que el anterior. La razón: cobraba los cuatrocientos euros del subsidio de paro y la medicación le costaba cien al mes. Así que, o tomaba las pastillas o comían sus hijos.
Desgraciadamente, esta historia no es un hecho aislado. No hace mucho, en mi centro de salud, escuché e una jubilada afirmar que no tomaba fármacos desde que tenía que pagar por ellos. “Con lo ahorrado, puedo comprarle algo a los nietos; los pobres no tienen ni caramelos desde que despidieron a sus padres”, aseguraba… Por desgracia, situaciones como ésta se dan a diario. Este país padece casi un 26 por ciento de paro. Y cuatro de cada diez de estos desempleados no cobran ya absolutamente nada.
Falta de medios
Estas proporciones significan muchas personas al borde del abismo, a las que el Estado no ofrece más solución que la caridad. Y además, absolutamente siempre, se perjudica a los más pobres, a los más desposeídos, a los más vulnerables. Es frecuente escuchar quejas de enfermeras, de médicos, de auxiliares y otros profesionales sanitarios. Todos ellos coinciden en que cada día resulta más difícil hacer su trabajo por falta de medios y de personal. Y ni a unos ni a otros nadie parece ofrecer otra cosa que la falsa esperanza, la insistencia en que lo peor ha pasado y que los síntomas de recuperación florecen por todos los rincones. Eso, mientras su mundo se les desmorona a los pies.
Nadie sabe a qué puede conducir esta situación. Se supone que, en un Estado como el nuestro, los ciudadanos tienen, entre otros, derecho al trabajo, a la educación, a la salud y a recibir una atención social en la vejez, o en la dependencia. Hasta hace poco, parecía que estábamos camino de conseguirlo. Después se nos dijo que habíamos vivido por encima de nuestras posibilidades. El señor Rajoy incluso llegó a afirmar que tendríamos todo el Estado de Bienestar que nuestra sociedad pueda permitirse.
Teniendo en cuenta que la mayoría no ha vivido por encima de las posibilidades que tenía o creía tener, y que los que lo hicieron fueron engañados por los bancos o impulsados por la necesidad de procurarse un techo bajo el que vivir, no sería de sorprender si muchos acaban deseando tener solamente el capitalismo que nuestra sociedad se pueda permitir.
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