Toca ponerse las pilas tras el parón veraniego. Y, desgraciadamente, tengo que hacerlo con el gesto torcido —nuevamente— ante la enésima interpretación distorsionada de la realidad de las personas con discapacidad. Y ya he perdido la cuenta de cuántas van.
Resulta que, a inicios de septiembre, tuve el inmenso placer de ser invitado como ponente a una mesa redonda sobre discapacidad y periodismo que tuvo lugar en la sede de la Comisión Nacional de los Mercados y de la Competencia (CNMC) en Madrid.
El debate estaba enmarcado en el acto oficial de presentación de una guía de estilo sobre discapacidad para profesionales de los medios de comunicación, elaborada por la FAPE, la Fundación A la Par y el Real Patronato sobre Discapacidad. Recomiendo encarecidamente su lectura, tanto a compañeros de los medios como a ciudadanía en general. Es una herramienta utilísima que debería ayudar a reducir los motivos de cabreo que suelen protagonizar muchas veces esta columna y otras similares.
La experiencia resultó tremendamente positiva a nivel personal y profesional. Hubo mucho debate, diálogo y reflexión sobre todo lo que hemos avanzado y lo que aún queda por recorrer, que no es poco, en el terreno de la defensa de los derechos de las personas con discapacidad. Pero el motivo del gesto torcido no tuvo nada que ver con este acto institucional, que resultó ejemplar en términos de organización, accesibilidad plena y planteamiento, en general.
En el viaje de vuelta en bus tenía el espíritu imbuido de buenos augurios y positividad en relación con la discapacidad, debido al buen sabor de boca que me dejó el evento. Por eso me puse a ver la película Campeones (2018), dirigida por Javier Fesser, que aún estaba en mi lista de pendientes. Y maldita la hora.
Con este tipo de productos, normalmente, suelen pasar dos cosas: o un exceso de dramatismo y moralina —Mar Adentro (2004), de A. Amenábar— o una sobrecarga de paternalismo, disfrazado de empatía y sonrisa bobalicona, como en el caso de la película en cuestión. Tras el notable éxito de crítica y público, además del Goya y la proyección mediática subsiguiente para Jesús Vidal, me esperaba una obra sólida y con mucha base de realidad. Sobre todo teniendo en cuenta que el grueso del reparto estaba formado por personas con discapacidad sin formación actoral previa. Eran «personas de verdad», con discapacidades «de verdad», haciendo de sí mismos gran parte del tiempo.
Y ¡qué gran oportunidad perdida para hacer notar cuestiones cruciales relacionadas con la discapacidad intelectual! Entiendo que se trata de una comedia, que está dirigida al gran público y que hay que mantener una tensión dramática y cómica que no siempre es fácil de encontrar. Pero, en mi humilde opinión, en aras de la comicidad se carga demasiado la veta del gag, pasando de largo sobre subtramas que podrían haber hablado de injusticia, exclusión, normalidad, integración, derechos y reconocimiento pleno de personas que son iguales a ti a mí, aunque no lo creas.
Para sacar a la superficie la risa se plantean situaciones excesivamente forzadas, irreales y previsibles. Creo que, tras la capa de comedia «social» no hay ni el más mínimo atisbo de crítica real. O de respeto por los protagonistas de la historia y sus respectivas discapacidades. Se les continúa tratando con condescendencia, se les infantiliza y no se les trata en ningún momento como lo que son: personas adultas que tienen que enfrentarse a la sociedad desde diferentes parapetos y con distintas herramientas y estrategias.
Sé que se trata de una comedia generalista, insisto, no de un documental. Pero hay una inmensa capa de grises, entre el blanco y el negro. Para tratar una premisa de guion que ya hemos visto miles de veces —el viaje transformador de una persona refractaria y sin conciencia, desde la ausencia de empatía hasta la comunidad emocional plena a través de la interacción con un grupo de marginados— no habría hecho falta esta exposición tan pusilánime de las personas con discapacidad intelectual. Ni esta ristra de lugares comunes.
Evidentemente, todas las personas integrantes del elenco estarán encantadas con su participación. El hecho mismo de ser actores y actrices en ella ya supone un gesto de integración y normalización que no puede calificarse de otra forma que no sea positiva. Pero no me importa tanto eso, como el mensaje que realmente importa: el de las personas sin discapacidad que vean el film. Una vez pasado el rato «de risas», lo que queda es el poso de paternalismo, porque… Mira los tontitos, qué graciosos y qué nobles. Y qué quieren que les diga. Pues me jode.
@CesarBritoGlez
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