Cada día, cuando leo noticias sobre la situación de la sanidad en España, me dan ganas de llorar. La veo romperse y desmoronarse a pedazos cual rascacielos en un terremoto… Nuestra querida sanidad pública, que durante décadas nos ha brindado el derecho a la salud…
Que la estrategia de privatización comenzó hace años llevamos advirtiéndolo desde la Asociación para la Defensa de la Sanidad Pública hace tiempo. Cualquier oportunidad que permitiera empeorar el sistema público para favorecer el privado ha sido utilizada por nuestros políticos reiteradamente. Sin embargo, lo que está sucediendo con esta pandemia es inaudito, casi caricaturesco, si no fuera por los cientos de miles de vidas que lo están sufriendo.
Es evidente que la pandemia ha puesto de manifiesto la importancia de los sistemas de salud públicos, capaces de llevar a cabo estrategias de salud poblacionales. Han demostrado ser los mejores para hacer frente a situaciones de riesgo comunitario que, según predicen los científicos del cambio climático, pueden darse cada vez con más frecuencia. Y a pesar de ello, poco o ningún esfuerzo se ha hecho por mejorar el sistema sanitario público español, aquel que en el pasado sirvió como ejemplo para otros países de cómo deben hacerse las cosas.
Cuando la primera ola golpeó España, se encontró con un sistema sanitario ya sobrecargado. Ya había listas de espera. Los médicos de familia ya tenían que ver pacientes cada cinco minutos. Hacía años que se reclamaba más inversión y mejora de las condiciones laborales. Y entonces llegó la pandemia como un tsunami que no vimos venir.
En aquellos primeros meses, se ensalzó la labor de los sanitarios y se prometió un aumento de inversión en sanidad (inversión que ya llegaba tarde…). Médicos, enfermeras y demás profesionales trabajaron a destajo durante horas interminables. Con el miedo metido en el cuerpo, al enfrentarse a un virus del que sabíamos muy poco, y hacerlo sin medidas de protección suficiente. Lamentablemente, muchos compañeros se dejaron en ello la vida. Ya entonces se temía, no solo por esa ola, sino por las consecuencias a largo plazo de la misma: por el impacto psicológico de la cuarentena en la población, por el aumento de las listas de espera, por los cánceres que se diagnosticarían con retraso…
Y eso que entonces no sabíamos que aquello era tan solo la primera ola. Inconcebiblemente, seis olas después estamos mucho peor que al principio.
A nuestros políticos parece no importarles nada nuestra salud. En Madrid, se hicieron contratos precarios a especialistas altamente cualificados en los momentos de extrema urgencia. Contratos que incluían cláusulas ocultas, como tener que dejar tu centro de trabajo para ir a atender el nuevo hospital de la pantomima, construido con un gran despilfarro de millones que habrían estado mucho mejor empleados en mejorar los hospitales que ya existían. Contratos que se suspendían cuando, tras la ola, llegaba la calma… Excepto que esa calma nunca ha llegado a los hospitales ni a los centros de salud.
Si antes de la pandemia estaban colapsados, hace unos meses estaban agonizando, y ahora, sencillamente, se están muriendo. Las mayores víctimas, además de los pacientes, son los médicos de Atención Primaria. Ellos llevan dos años atendiendo su cupo de pacientes y el de los compañeros que están de baja, aislados o que incluso han decidido abandonar su profesión ante la presión insostenible. Dos años combinando visitas a domicilios, consultas telefónicas, rastreando contactos de pacientes con covid y sintiendo que, hagan lo que hagan, y dediquen las horas que dediquen, siempre se quedan cortos…
Y mientras tanto, la población se queja de que el centro de salud está cerrado, sin conocer la verdadera realidad que en ellos se está viviendo. Por si fuera poco, en medio de este caos, la Comunidad de Madrid decidió cerrar centros de urgencias de Atención Primaria (medida difícil de comprender y defender…). No puedo ni imaginarme cómo deben de sentirse mis colegas, los médicos de familia, al intentar sacar agua con cubos de este barco que se está hundiendo, y todo esto, al borde del burnout…
Hasta este punto ya era la historia triste y desalentadora, pero todavía faltaba la guinda del pastel: las declaraciones de Ayuso acusándoles de boicot. La responsable de la Comunidad de Madrid, que en ningún momento ha asumido ninguna responsabilidad sobre todo lo sucedido, haciendo culpables a quienes llevan dos años dando su vida por intentar salvar las de otros. Como decía Mafalda: “Que paren el mundo, que yo me quiero bajar”.
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