Hace ya unos años que estuve en el norte de África; primero en Marruecos y después en Egipto. Una auténtica maravilla desde muchos puntos de vista, y viajes no exentos de alguna necesidad de adaptación… al calor, a los ritmos, a la comida, a las costumbres… En definitiva, a todo lo diferente. Eso sí, maravilloso en cualquier caso.
Algo que, sin embargo, adopté sin esfuerzo alguno, pues me encantaba y lo concebía como lo más razonable y normal del mundo (aunque bastante poco común en mi país), fue la estupenda costumbre que tienen de recibirnos en sus tiendas o puestos y entablar con uno una conversación de la que, confían, surgirá alguna que otra adquisición de sus productos.
Si bien en ningún momento pensé que la amabilidad, el increíble té y la conversación fueran únicamente por devoción, tampoco las sentí falsas. Eran parte del proceso, y disfruté todas y cada una de ellas. Un marroquí rubio y de ojos clarísimos se empeñó en adjudicarme algún antepasado de Tánger; un egipcio, al atardecer, consiguió que me llevara varios manteles de colores contando historias; derramé un vaso de té sobre el pie de una cliente que entraba en una pequeña tienda de telas increíbles en Aswan en un atardecer tórrido y pasé, entre todas estas experiencias, buenas porciones de tiempo hablando y curioseando un mundo muy distinto del mío.
Disfruté cada minuto… y siempre que alguno de estos objetos aparece encima de mi mesa, o abro un precioso bote de cerámica, o mi hija pequeña juega con la tetera de metal, esos momentos regresan, y las emociones y el disfrute del viaje y de aquellos con quienes entablé conversación vuelven de golpe y me dibujan sonrisas.
El mantel no es solo un mantel. Es el mantel que me vendió el chico que contaba historias al borde del Nilo, o el almizcle que compré al señor de ojos oscuros de un pequeño puesto del interior del zoco de Marrakech y que todavía perfuma mis armarios, o la tela brocada que mi imaginación eligió para vestir la mesa de mi casa en un futuro los días de fiesta, al tiempo que bebía vaso tras vaso de te riquísimo y dulcísimo… O los dátiles que nos comimos en la zona de las kashbas, visitando algo parecido a un templo, fresquísimo, bajo un sol tórrido y que recuerdo cada vez que veo ramas de dátiles en las tiendas de aquí.
Hoy, cuando muchos (otros muchísimos más no) podemos comprar casi de todo, a cualquier hora del día o día de la semana, no dejan de aparecer éstas imágenes. Lo hacen en doble vertiente: la de la relación que se establece con quien nos provee de algo a cambio de otra cosa y también la del sinsentido del consumo constante del que poquísimos, afortunados ellos, conscientemente escapan. Y creo que tienen mucho que ver.
Según pasan los años y se extiende la globalización, todo se va haciendo más igual, en todos sitios. Podemos esperar encontrar lo mismo vayamos donde vayamos, o bastante parecido. Pocos comparten con nosotros las excelencias (reales o no) de los productos que tienen a la venta, como hacían en el norte de África. Las tiendas son similares, lo de dentro es muy parecido… tanto, casi, como las hileras de nueva construcción o los suburbios de Estados Unidos en vista aérea.
Parece que vamos comprando a impulsos, a oleadas… aquello que ni siquiera sabemos si realmente buscamos. Comprar pausadamente, buscando aquello que realmente queremos, que responde a algo que tenemos en nuestra imaginación y adquiriéndolo mientras nos relacionamos con quien lo pone en nuestras manos es algo infrecuente.
Poco a poco, de igual modo que mucho de lo que está a nuestro alcance parece hoy sustituible (distinto color, tamaño, lugar… pero, esencialmente, lo mismo) parece que quienes lo venden (qué decir de quienes lo fabrican) se han desdibujado y convertido en sombras.
Y esta sensación de que mucho de lo que hoy adquirimos es efímero y da igual si se rompe o se pierde, porque hay sustituto rápido, creo que se nos está colando sin darnos cuenta y, calladamente, está dando forma a cómo nos relacionamos (o más bien no) los unos con los otros.
De la misma forma que Helena Bonham Carter, en su papel de Lady Jane, reclamaba que volviera a existir “un chelín que valga un chelín”, yo también quiero ropa de verdad, que dure lo que duraba antes; hortalizas de verdad, que sepan a algo; pinturas que duren… Y, sobre todo, sobre todo, que podamos ser conscientes de que quien lo pone en nuestras manos y el que lo fabrica también son de verdad.
*Catalizando el desarrollo integral de personas y organizaciones
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