
La generación de los que nacieron en los años de la Guerra Civil suele quejarse de no haber tenido una infancia, ni mucho menos disfrutado de una inexistente adolescencia. Eran años duros, de hambre, austeridad y carencias, en los que no había tiempo para ir a la escuela ni, por supuesto, para jugar. En cuanto la familia lo necesitaba y era posible, los niños dejaban de serlo para aprender un oficio y echar una mano en la economía doméstica. Tiempos en los que la Universidad estaba sólo al alcance de una minoría y los jóvenes se casaban rondando la veintena, para una década después consolidarse como responsables cabezas de familia numerosa, lo que hoy se entiende por numerosa, claro, no más de tres o cuatro vástagos por regla general.
Ironías de la vida, resulta que en nuestra moderna sociedad, los de mi generación seguimos siendo jóvenes cerca de los 40; bien es cierto que, en la mayoría de los casos, forzados por la maltrecha situación económica y el retraso en la incorporación al mercado laboral. Y pese a ello, tampoco disfrutamos de la infancia. Cada estudio publicado nos informa de edades, siempre más tempranas que el anterior, en las que nuestros chavales se inician en el alcohol, las drogas y el sexo; y uno se pregunta qué ventaja existe en cambiar a los 12 ó 13 años el balón, las bicis y las muñecas por botellones, canutos y condones; placeres de los que tiempo habrá de sobra para disfrutar, si es que así lo decidimos.
Las series de televisión y los dibujos animados, la mayoría horteradas americanas, les ofrecen ídolos para imitar que viven y se comportan como adultos a los 14 años (siempre cantantes, actores o vividores de sus multimillonarios progenitores), frivolizan sobre las relaciones, no sólo de pareja, sino de amistad y, por descontado, de las familiares (raras veces estos personajes conviven con sus padres) y les invitan a enfrentarse a situaciones que un menor ni siquiera tendría que conocer.
Nuestros niños dejan de serlo demasiado pronto. A los siete años ya les llevamos a multitudinarios conciertos de las mega estrellas del pop, les vestimos y peinamos como a ellas, les pedimos que se dejen de pamplinas y espabilen, que tenemos muchas cosas que hacer, les obligamos a maratonianas sesiones de deberes y actividades extraescolares, les regalamos móviles para que hablen por wassap con sus amigos y les permitimos conectarse a internet para ver vídeos musicales y el top de las chorradas de youtube que se propagan como la pólvora en los pasillos del colegio.
Y en lugar de flagelarnos por no animarles a participar en los juegos tradicionales, encima nos vanagloriamos de lo contrario en nuestras charlotas de adultos cuando presumimos de lo mayorzotes que son con nueve o diez años. Queremos que nuestros hijos dejen de ser niños lo antes posible para descargar sobre ellos nuestras obligaciones y, tanto es así, que aquellos que no lo hacen y los tratan como tal reciben criticas por ello.
“Ese niño es demasiado infantil, sólo piensa en jugar”. La frase es de una profesora de primero de Primaria a un crío de seis años. ¿Es que a esa edad se puede ser o aspirar a otra cosa?
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