Pasados los tiempos más severos de la plaga de covid y, con ella, del asomo de las debilidades e incertidumbres del sistema de salud, seguimos sin ver que se haga un planteamiento para actualizarlo y eliminar esos puntos débiles.
Si bien, como se apuntaba recientemente en estas columnas sanitarias por Aurelio Fuertes, el diagnóstico está hecho (Comisión para la Reconstrucción Social y Económica, 2020), no se intuye ningún esfuerzo para aplicar sus conclusiones.
La fuerza de los hechos obliga a actualizar el sistema, la cuestión es cuándo y qué fuerza política lo llevará a cabo.
La postura de quienes defendemos un sistema público de salud a ultranza sigue siendo firme y sigue postulando los grandes ejes de la LGS, pero su aplicación ciertamente estará sujeta a las modificaciones que la evolución de la sociedad exija.
Así, dentro de ese marco ideológico que supone la LGS, parece interesante remarcar tres aspectos que deberían regir esa renovación del sistema: la eficiencia, la organización en función del paciente y su objetivo en torno a las maneras de enfermar actuales: cronicidad y pluripatología.
Se viene reclamando un incremento de recursos para el sistema, pero parece difícil en estos tiempos. Más aun teniendo en cuenta un probable reordenamiento de los intereses y prioridades del mundo desarrollado tras la invasión rusa de Ucrania. Por todo ello, puede ser conveniente reiterar la idea del gasto eficiente.
En una sociedad donde el consumo está sacralizado, es difícil que existan áreas que se aíslen de esta conducta. El asunto no es solo que se consuman bienes, es que nuestra estructura económica está basada en el consumo rápido y agonístico de todo tipo de recursos. Consumimos lo necesario, pero también lo innecesario y aun lo superfluo.
La paradoja es que si decae el consumo cede el crecimiento y, por tanto, la sociedad se empobrece, según el modelo económico vigente.
Así pues, no solo se consume, sino que se despilfarra como medio de generar más producción. Este despilfarro, matizado actualmente por el término “sostenibilidad”, sigue siendo el motor del desarrollo occidental. El establishment se ha apropiado de esa idea de “sostenibilidad”, que pasa a ser un reclamo comercial más.
Este derroche en el campo sanitario, que difícilmente puede sustraerse al ámbito social que le da origen, se viene a definir como “consumos inadecuados”. Consumos inadecuados por los profesionales del sistema y sobreutilización injustificada por parte de la población.
Eficiencia e incremento de financiación deben ir a la par.
Los análisis de gestión ponen de manifiesto porcentajes de uso inadecuado de los recursos en un 20 o 25%, por causas ciertamente muy diversas. Este despilfarro, que se produce en todos los sistemas de salud de países desarrollados, es abordado desde un plano más científico por economistas de la salud como V. Navarro, enunciando el concepto de coste-beneficio. Pero el fondo es el mismo, evitar gasto innecesario o improductivo en salud y que resta oportunidades a otros pacientes.
Ese es el reto, ajustar el consumo de recursos sanitarios a lo necesario, ni más ni menos. Y ello en una sociedad que los dilapida. Seguramente estas líneas traigan a la memoria de algunos lectores el lúcido opúsculo de la CAZ (Comuna Antinacionalista Zamorana) Comunicado urgente contra el despilfarro.
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