Amanecí como cada día con la radio despertador, y al momento supe que algo muy grave había sucedido en Madrid. El locutor pedía a los madrileños con angustia y urgencia que se acercaran a donar sangre, preferiblemente a los donantes con carné y a los del grupo cero negativo. Los teléfonos no funcionaban. Recuerdo la angustia de no poder contactar con nadie en Madrid. Recuerdo -y todavía una década después lo revivo con la misma intensidad de aquella mañana- aquel nudo en el estómago y en la garganta, la conmoción, el desconcierto, aquel estado de aturdimiento y de shock colectivo, inédito en nuestra sociedad y apenas mitigado por el consuelo de la solidaridad y generosidad anónima, y la coordinación y el buen hacer espontáneo de los servicios de emergencias.
Recuerdo cómo en los corrillos de periodistas que se formaron en la Plaza Mayor nos aferrábamos a la hipótesis de ETA. No podía ser que Madrid estuviera a la altura de Nueva York, ni a la cabeza en el ránking del terrorismo internacional. Nosotros, no. Nosotros no éramos tan importantes, éramos diferentes, el último mono de las sociedades modernas occidentales, con nuestros veranos de paella y sangría en la costa; un país al que venían los guriris a divertirse, en el que disfrutamos de la siesta, donde se vivía bien y bajo la única amenaza de la banda terrorista del Norte, con la que, en cierta medida, hasta nos habíamos acostumbrado a convivir, pese a sus constantes zarpazos.
Las imágenes de los trenes, el caos, el dolor, la desesperación, la impotencia se instalaron entre nosotros, y no fue hasta mucho después cuando apareció la rabia. Recuerdo aquella manifestación multitudinaria en Salamanca, la que terminó con la hegemonía de la mítica referencia de la protesta contra la salida de los papeles del Archivo de la Guerra. No hubo consignas, sólo lágrimas y aplausos. Oí a compañeros de oficio llorar emocionados mientras emitían sus crónicas por la radio. No fuimos sólo a trabajar aquella tarde, fuimos a participar como un ciudadano más. Recuerdo los besos, los apretones fuertes de mano, los abrazos entre nosotros al vernos, como si estuviéramos en el funeral de un ser querido. Recuerdo a mis compañeros de El Adelanto salir de la redacción, al paso del fúnebre recorrido por la Gran Vía, para sumarse un instante a ese sentir colectivo y enmudecer ante la escena.
Y a pesar de aquel terrorífico día en la vida de todos nosotros, no sólo supimos reponernos y recobrar la más absoluta normalidad y tranquilidad, sino que no aprendimos nada y volvimos a las andadas. Pronto. Muy pronto lograron dividirnos, resucitar y mantener la eterna biEspaña, crear una doble corriente de pensamiento, de teorías sobre el atentado y hasta de asociaciones de víctimas.
Y cada cual siguió con su vida como pudo o como le dejaron, menos aquellos a los que el 11 de marzo la truncó de verdad y para siempre. Para los que sobrevivieron y para las familias de los que se fueron va este homenaje, por una década de ejemplo de superación, de perdón y de valentía cotidiana, en el más absoluto silencio y soledad, y con la permanente e inútil condescendiente palmadita en la espalda.
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