En estos terribles años que vivimos, me llama la atención la sorprendente unanimidad que existe entre las opiniones de los profesionales de la Sanidad y los Servicios Sociales. Se dediquen a la Medicina, la Enfermería o al Trabajo Social, estas personas coinciden en quejarse de que cada vez resulta más difícil cumplir con eficacia su trabajo. Afirman que la Administración no cubre ni la cuarta parte de las plazas que se quedan libres por jubilación; que, apenas cumplidos los 65, obliga a abandonar la asistencia a catedráticos y jefes de servicio expertísimos (antes se podían quedar de eméritos hasta los 70); que cada vez les da menos medios; incluso los y las profesionales de Enfermería se quejan de que les tacañean apósitos, vendas y otros materiales imprescindibles. A este panorama desolador hay que añadir la eterna duración de las listas de espera, los repagos (o copagos), la exclusión del derecho a la asistencia a inmigrantes sin papeles o a emigrantes con título universitario, las privatizaciones disfrazadas de externalizaciones y otras gracias que nos hace cada día este Gobierno que padecemos.
Muchos dirán que estos llamados recortes no son sino un producto indeseado de la crisis, y que cesarán en cuanto el maná vuelva a caer del cielo neoliberal, merced a la mágica capacidad de la derecha para gestionar la economía. Nada más falso. Desde que se universalizó la Sanidad y los Servicios Sociales pasaron a considerarse un derecho, en lugar de un mero ejercicio de la caridad, parece que nuestros queridos neoliberales se propusieron acabar con el gratis total que, a su juicio, supone el Estado de Bienestar.
Desengañémonos, a lo que asistimos es a un cambio de sentido tendente a sustituir un modelo basado en la cohesión social y la solidaridad por otro individualista fundamentado en el negocio.
Sorprende el paralelismo entre las medidas propuestas en el llamado Informe Abril de 1991 (recordemos que la Ley General de Sanidad es de 1986) y las que ahora está llevando a cabo el Gobierno. En este primer manifiesto del neoliberalismo sanitario, elaborado por el ex ministro suarista Fernando Abril, se defendía el copago, la derogación de la gratuidad de los fármacos para los pensionistas y algunas otras novedades con las que nos está obsequiando, casi en cada Consejo de Ministros, el Gobierno actual.
Por la puerta de atrás, casi siempre sin debate parlamentario, mediante la muy franquista vía del decreto-ley, estamos asistiendo a la derogación de la mayoría de los derechos sociales que hemos ido conquistando desde la Transición.
Terminada la euforia del ladrillo, se está tratando de convertir la Sanidad y los Servicios Sociales en el próximo gran nicho de negocio. No hay que olvidar que, durante los ocho años de aznarato, se nos estuvo prometiendo una Ley de Dependencia, que nunca se logró promulgar por la incapacidad de los gobernantes de entonces para conciliar los muchos intereses que se movían en torno a empresas empeñadas en clavar sus garras en un sector productivo de excelente futuro en una sociedad cada vez más envejecida.
Lo malo es que semejante chollo descansa sobre los hombros de los sectores más depauperados de la sociedad. Nos acordaremos de lo que hemos tenido el día en que se haya destruido toda coordinación sociosanitaria, el día en que el sistema de salud se descapitalice porque los sectores más pudientes hayan dejado de pagar a la Sanidad de todos, el día en que las clases medias prefieran definitivamente las clínicas privadas a unos depauperados hospitales públicos.
Para entonces, los Servicios Sociales se habrán convertido de nuevo en filantropía y la atención a la salud de los menos favorecidos habrá vuelto a la época de la beneficencia. Y -salvo los muy ricos- que nadie se piense que su aparente buena posición le proporcionará una atención de mejor calidad que la que, hasta ahora, imparte la pública; ya jamás ningún seguro médico va a darle unos servicios que no le sean rentables, aunque eso suponga la muerte del usuario.
Porque, desgraciadamente, estamos asistiendo a una política que yo llamo Dooh Nibor, o sea Robin Hood al revés. Es decir, que roba a los pobres para dárselo a los ricos.
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