
Recuerdo cuando era una niña las estrategias de mi abuela Mercedes para despistar al guardia de seguridad del hospital y poder colarnos a mis hermanos y a mí con el objetivo de conocer a mis sobrinillos recién nacidos. Añoro con una sonrisa los elaborados cuentos chinos de aquella dulce anciana de pelo blanco apelando al corazoncillo del empleado, al que imploraba que hiciera por una sola vez la vista gorda para pasar diez minutitos en la planta de Maternidad después de haber hecho un largo (e imaginario) viaje desde Zamora o Madrid sólo para ver a los bebés.
Ni por esas. El vigilante era implacable. Los menores de 12 años no tenían permitido el acceso a las plantas de hospitalización ni con pase ni sin él, que por aquellas épocas, les hablo de la década de los 80, eran válidos sólo para dos personas y en una determinada franja horaria. Los paisanos aprovechaban el horario de consultas externas para colarse e ir a visitar a hurtadillas al pariente o conocido ingresado. Utilizaban cualquier despiste, corredor o ascensores secundarios para sortear la puerta principal y se inventaban mil excusas para camelarse al portero.
Y no sé muy bien cuándo ni por qué pasamos del férreo control de las visitas a las romerías al Clínico y al Ambulatorio fruto de una permanente jornada de puertas abiertas. Los pases de cartulina a los que se les hacía un agujerillo en la fecha correspondiente dejaron de utilizarse y el guardia de seguridad se ausentó a la hora de franquear el paso. Y aunque el beso de un ser querido o el abrazo de un buen amigo son a veces la mejor medicina del mundo, cuántas otras convertimos el recinto hospitalario en la casa de tócame roque. Conversaciones subidas de tono, habitaciones abarrotadas, un incesante trasiego de idas y venidas por los pasillos sin reparar en que, quizá, el vecino de cama está pachucho de verdad y le estamos acabando de fastidiar.
Se nos olvida que si uno está convaleciente en el hospital será muy probable que no tenga ánimo para reuniones sociales ni para pastas, flores o bombones. Y mucho menos ataviados de aquella guisa, con tan indiscretos pijamas y tan poco favorecedoras mascarillas de oxígeno, goteros, sondas… Se nos olvida que, además de los enfermos, hay trabajadores que tienen que ir sorteando a las visitas para desempeñar su labor. Se nos olvida lo fácil que es perder la intimidad en ese momento tan delicado de nuestra vida y la cantidad de explicaciones que deberemos dar cuando nos den el alta porque fulano (que iba a visitar a su primo) nos vio desde el pasillo, porque en el hospital las puertas de las habitaciones siempre están abiertas.
Podría proponer regresar al pasado y limitar las visitas. Sé que la medida no es muy popular y tiene pocos visos de prosperar, así que me conformo con usar esta tribuna para apelar a su sentido común la próxima vez que visiten el recinto hospitalario y se comporten como les gustaría que lo hicieran sus visitas si fueran ustedes los enfermos.
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