El programa ‘Derecho a soñar’ de los Salesianos no es una entelequia compuesta de cursos teóricos magistrales, sino que es subir a lo más alto de la ciudad, literalmente, ascendiendo cientos de escaleras y caminando por lugares muchas veces embarrados, para llegar a los que menos posibilidades tienen, a los que están acorralados por las bandas armadas de narcotraficantes y que también necesitan una oportunidad de aprendizaje y formación para convivir en paz en un entorno de violencia.
Por desgracia, a estos lugares no se llega por casualidad, ya que muchos taxistas rehúsan esos destinos y es necesario un acompañante para, en primer lugar, ser reconocido por los guardianes del barrio (para eso ayuda el chaleco identificativo) y, en segundo lugar, para no perderse en el laberinto de escaleras, callejones y recovecos.
No tienen agua, no llegan las instituciones más básicas y los menores, y no todos, van a colegios en los que los profesores, o son de prácticas, o son los que han sancionado en otros centros, por lo que es fácil deducir su nivel educativo.
En dos días consecutivos que he acompañado al equipo del programa preventivo de los Salesianos, ha realizado dos terapias que, a priori, pueden parecer inocuas, pero que para un trabajador social, un pedagogo y una psicóloga ofrecen todo tipo de pistas sobre la vida de los menores y su entorno familiar: realizar un mapa de peligro del barrio y pintar un mandala.
El mapa de peligro consiste en pintar esquemáticamente un plano del barrio sobre una cartulina en la que se sitúan los lugares importantes y las zonas de riesgo por las diferentes rutas con colores rojo (peligro), amarillo (precaución) y verde (tranquilidad): las zonas de consumo de sustancias psicoactivas -como ellos definen a las drogas-, la prostitución, las bandas armadas… son zonas de peligro, pero también tienen como zona de peligro los pequeños puestos policiales, aunque no estén cercanos, y a los que, por herencia, identifican como culpables, conspiradores y todo lo peor que uno se pueda imaginar.
Por otro lado, el mandala, tan inofensivo como rutinario, permite al equipo de trabajo conocer muchos detalles simplemente por saber si se hizo desde dentro hacia fuera y el sentimiento que cada color inspiraba al niño a la hora de pintarlo.
Lo más triste y difícil de entender es que estos menores, y sus mayores, tienen a su alrededor muchas barreras invisibles que, en realidad, son barreras físicas: cruzar de una zona a otra implica recibir un tiro, y ellos lo saben, así que ya pueden construir un parque o una biblioteca, que los que pertenecieron a alguna guerrilla saben que la venganza nunca se olvida si abandonan el territorio.
Pero en el fondo, las actividades lúdicas y las charlas a menores y familias para fomentar la convivencia y el diálogo del programa Derecho a soñar buscan algo tan sencillo como salir de lo normal. Y es que lo normal para ellos es que el padre se emborrache, pegue a la madre, la madre pegue a los hijos y ellos acaben en una banda armada a cambio de dinero por transportar droga o vigilar el barrio. Lo normal para ellos es vivir hacinados, no tener intimidad y que los abusos de todo tipo también sean algo normal, por ser rutinario.
Por eso, Derecho a soñar logra convertir lo ordinario en extraordinario y está cambiando la vida de muchos menores que quieren seguir estudiando y decir “no” a las bandas, y también de sus familias, que, a pesar de las dificultades, empiezan a entender que los hijos son la mejor inversión siempre y cuando se les cuide y se les quiera en el presente.
Como reza el programa, todos tenemos Derecho a soñar, pero he conocido en estos días a demasiadas personas para las que cumplir sus inocentes sueños debería ser una obligación…
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