Violeta Guarido, 29 años, ha sido asesinada. Si lo decimos así, sin dar detalles, la mayoría de los lectores pensará que estamos ante un caso más de violencia machista. Y, sin duda, abogará por el castigo al maltratador. En todo caso, reclamará medidas para evitar la repetición de sucesos tan execrables… Pero nunca se le ocurriría exigir el encierro de todos los integrantes del género masculino como uxoricidas en potencia.
Pero, si como es el caso, se trata de una psicóloga apuñalada por una paciente psiquiátrica, muchos de ellos se rasgarán las vestiduras, protestarán por tanta impunidad y exigirán que se ate corto a los “locos”. La razón hay que buscarla en la estigmatización que sufre el enfermo mental en nuestra sociedad. A menudo parece que la gente sigue considerando la locura como una posesión diabólica que debe de ser exorcizada. Y en su opinión, estos exorcismos sólo son factibles en cárceles llamadas manicomios. O sea, si no podemos expulsar al diablo, ocultemos al poseso de la vista de las buenas gentes.
Sin embargo, lo cierto es que, en la actualidad, hay fármacos y terapias que permiten a la mayoría de estos enfermos llevar una vida normal y productiva. Así que casi todos los hospitales psiquiátricos han cerrado sus puertas, los ingresos se han reducido a las crisis agudas, y las estancias (en plantas especializadas de hospitales generales) están limitadas al tiempo en que se tarda en superar la gravedad. Para los casos más difíciles, se prevén otras alternativas al internamiento clásico, como las unidades de convalecencia, los pisos tutelados, etcétera.
Aunque, diga lo que diga la ley de los 80, muchos de estos recursos no están disponibles. O menos disponibles de lo necesario. Por ello, aún quedan psiquiátricos en funcionamiento. En uno de ellos, de titularidad privada y situado en Palencia, fue apuñalada Violeta. Aún no se ha dado a conocer qué tipo de patología padece la presunta asesina, ni las razones que pretextó para cometer semejante barbaridad, ni siquiera si es plenamente inimputable. Lo único que se sabe a ciencia cierta es su condición de enferma mental.
No suelo ver basura televisiva, pero me puedo imaginar lo que estarán contando los carroñeros audiovisuales. Puedo equivocarme, pero conociendo su sensacionalismo y afición al morbo, sin duda estarán cosechando audiencias por el procedimiento de sembrar la duda, la desconfianza y el odio al enfermo psíquico.
Cuando la verdad es que solamente una pequeñísima proporción de los actos violentos son cometidos por personas aquejadas de brotes psicóticos. Y que el porcentaje de enfermos mentales que agreden o asesinan a sus semejantes es inferior al de las personas sanas que cometen actos similares.
Me parece lógico que se tomen medidas para evitar que se repitan hechos tan luctuosos como éste. Hay demasiadas agresiones contra el personal sanitario. Tantas, que los colegios profesionales y los sindicatos no paran de denunciar casos, animar a quienes las padecen a denunciarlas e, incluso, ofrecer a las víctimas representación jurídica gratuita. Pero los autores de estas salvajadas son, en su inmensa mayoría, individuos que pasan por sanos y normales.
Me pongo enfermo cuando me imagino cómo se sentirán hoy los padres de Violeta. Me es fácil empatizar con ellos, ya que tengo un hijo de la misma edad. Pero a esta pobre muchacha la mató una enferma mental, no todos los enfermos mentales. Espero que se depuren responsabilidades si las hay, que se tomen precauciones para impedir a los pacientes en régimen abierto regresar al hospital con cuchillos en el bolso, incluso aspiro a que se haga todo lo que sea razonable para no tener que lamentar, en el futuro, hechos tan trágicos. Pero, eso sí, sin regresar al electroshock, la ducha fría y la lobotomía. Y, por supuesto, sin legislar leyes draconianas elaboradas a golpe de titular sensacionalista.
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