Llego a Londres este mediodia en un vuelo de Easy Jet. Hace tiempo que no vuelo con ellos y, aunque no tengo mal recuerdo, cierto es que cuando es posible (por precio, por horarios, por servicios que incluye…) prefiero una línea de las de toda la vida. Suele haber algo más de flexibilidad y tienen más servicios.
Entre ellos, uno al que hasta hoy no le había prestado la debida atención y que, con la historia de hoy, tiene más importancia de la que pueda parecer.
Esta previsto que aterricemos en los siguientes diez minutos. La tripulación comienza a preparar la cabina para el aterrizaje. Las azafatas se aseguran de que todos tengamos el cinturón debidamente abrochado, de que no haya nada que entorpezca una salida en situación de emergencia y de que todo el equipaje esté convenientemente colocado, o en los compartimentos superiores o debajo de los asientos delanteros.
Según caminan por el pasillo, oigo como una de ellas se dirige a alguien sentado detrás, a quien pide por favor que coloque su bolso debajo del asiento delantero. Tiene que pedirlo dos veces. A la segunda, la señora contesta que no entiende. Me doy la vuelta y traduzco. La señora me dice que gracias, pero que deberían tener al menos una persona en la tripulación que hablara español, pues la ruta es entre España y el Reino Unido y el avión esta lleno de españoles.
La azafata me pregunta qué es lo que ha dicho la señora. De nuevo traduzco. Bastante ofendida, replica que la compañía es inglesa. Yo contesto que tiene razón y, además, que la ruta es española y llena de españoles. No obstante, no tengo intención de entrar en una discusión que no es mía.
Pero este evento me recuerda lo mucho que me extraña que la mayoría de los CEO y directores de organizaciones constantemente hablen de los clientes como lo más importante de sus compañias e instituciones, al tiempo que los empleados se aseguran de recordarle al cliente que él o ella no les importan lo más mínimo.
Está claro que hay algo incongruente.
No es esto, sin embargo, lo que realmente capta mi atención. Lo que sí lo hace, porque realmente me impresiona, es lo bien que resumió mi compañera de viaje -de Portugal y mamá de un niño con trastorno del espectro autista- el intercambio que se había producido: “No entienden que están hablando con personas y no con cosas… Ni siquiera se dan cuenta de cuándo no estás entendiéndoles”. También me cuesta entender la falta de capacidad total de la azafata, en ese momento concreto, de ponerse en la piel de la cliente. Me pregunto qué expectativas tiene cuando sale de visita fuera del Reino Unido.
Les suena, ¿verdad? Seguro que pueden recordar ocasiones en las que hemos sido pasajero y azafata… o algo parecido. Qué fácil es no mirar más allá. Cuestión de segundos… Exactamente los mismos que cuesta pararse e intentar entender qué necesidad no está cubierta.
Quizá debería enviar la sugerencia a la CEO… Quizá sea rentable invertir en lo que realmente marca la diferencia.
Mi experiencia me dice que, por lo general (siempre pude haber ocasión aciaga), en línea regular suele haber alguien que habla el idioma de los dos países entre los que se transita y, si no lo hay, al menos se disculpan e intentan entender, buscan soluciones y no se ofenden si un pasajero habla de algo evidente.
Antes de desembarcar, comienza otro nuevo e interesante intercambio. Las azafatas necesitan saber si el hijo de mi compañera de viaje ha traído su propia silla de ruedas para solicitar que la suban de bodega o pedir una de la compañía para poder desembarcar. Mi compañera de viaje habla, sobre todo, portugués. Pero eso ya es otra historia…
¡Disfruten de la semana!
*Catalizando el desarrollo integral de personas y organizaciones
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