No voy a juzgar la trayectoria ni la trascendencia de Juan Carlos I. No por respeto, ni por miedo, ni por considerarme un ser inferior a Su Majestad, sino porque otros con mayor conocimiento de la historia de este país, y hasta con una historia de relación personal con él, ya lo están haciendo por mí, y seguramente con mejor acierto.
Yo aprovecho la abdicación para reivindicar con todo el oportunismo que me permite la ocasión lo que llevo haciendo desde que tengo uso de razón ciudadana, y que es la supresión del Rey como jefe del Estado. Así de simple. Sin insultos, sin escarnios, sin quemar palacios, sin desprestigiar ni ridiculizar a su familia, sin despreciar su aportación al devenir de España. Sólo pido un pacífico cambio de sistema político, sin prisas, con el respaldo de la legalidad y la legitimidad de la opinión de los españoles.
Me chirría estrepitosamente la figura de la realeza en una sociedad moderna y democrática. Es una imagen anacrónica y una bofetada a los principios de la igualdad del ser humano y de igualdad de oportunidades, en los que creo firmemente. Por eso me espanta que algunos de mis familiares, amigos, vecinos… que millones de españoles acepten como cotidiano que una persona goce de determinados privilegios y de una posición social superior por el mero hecho de haber nacido en el seno de una familia.
Y la historia se repite y perpetúa así por los siglos de los siglos. Cierto es que Juan carlos I ha sabido evolucionar respecto a sus antepasados. Faltaría más que hubiéramos tenido que sostener los despilfarros de la familia Borbón sin obtener nada a cambio, como, por cierto, se hacía en tiempos pretéritos. Eso sí, tengan en cuenta que los elogios que está recibiendo el rey estos días lo son por cumplir bien con su labor. Vamos, lo que debe exigírsele a cualquier jefe de Estado, máxime si está asignado por cuna por los tiempos de los tiempos, porque alguien decidió que su apellido era noble, seguramente porque tuvieron la suerte de no trabajar la tierra y porque contaron con la oportunidad de unos estudios y de recorrer mundo, a diferencia de los ignorantes campesinos que les rendían obediencia y vasallaje. En fin, ironías de la historia, caprichos del azar.
No voy a caer en la crítica facilona de su nivel de vida. Sus coches, sus yates, sus vacaciones en la nieve, sus recepciones, sus cacerías, sus operaciones de estética; como tampoco lo hago con las prebendas que, por añadidura, se le atribuyen a cualquier cargo público, desde el presidente del Gobierno hasta la mayoría de los alcaldes. Sólo pido que si en este país tiene que haber monarquía que sea porque lo ha decidido la mayoría, que por cierto y puestos a elegir, también podría elegir entre varios candidatos.
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