Este diario no es mío. No sólo lo he cogido prestado sin el permiso de sus protagoniostas, sino que me he atrevido a novelarlo por haberlo vivido muy de cerca. Aun así, sus legítimos propietarios no son responsables de los sentimientos vertidos en él, y hasta es posible que cualquier parecido con la realidad sea mera coincidencia…
Diario de un paréntesis
Esta historia empieza por el final, por el reencuentro, en una videollamada, entre una madre de 88 años y su hijo de 56. Llevan un mes sin verse ni hablarse, los días que él ha permanecido, sin ella siquiera sospecharlo, aislado en la cama de un hospital batallando, en la UCI pediátrica del Hospital Clínico de Salamanca, contra el COVID-19.
Pasan los segundos. No se dicen nada, sólo se contemplan, se recorren con los ojos. Les basta una mirada para entenderse. Es entonces cuando él, todo un hombretón fuerte y corpulento, rompe a llorar.
Los primeros síntomas, unas insignificantes décimas de fiebre, aparecieron el 16 de marzo, recién declarado el estado de alarma. La noticia llegó al grupo familiar vía whatsapp, mezclada con cientos de memes que por esos días hacían bullir los teléfonos con la misma intensidad que en las últimas horas de Nochevieja. Pasó prácticamente desapercibida. Por aquel tiempo, todavía se creía que el coronavirus era un problema de viejos y enfermos crónicos, así que nada de alarmismo. La culpa es del Gobierno, que nos engaña y manda al matadero al personal en primera línea por no comprar el material de protección adecuado.
No hay forma de contactar con los teléfonos de atención para posibles contagiados. La fiebre se dispara y la tos no da tregua. El médico de Primaria telefonea a diario. Los días empiezan a pesar. El termómetro no cede. El antibiótico no surte efecto. Las chorradas del móvil ya no hacen gracia. “Lo peor está por llegar”, repite insistentemente el presidente Pedro Sánchez. Acojona bastante oírle. Informan de los primeros fallecidos jóvenes, sanos, y algunos hasta deportistas. Al parecer, es culpa de la carga viral. ¿Y si me pasa a mí?
Los hospitales se saturan, se habilitan camas de UCI en pasillos y quirófanos, comienza la carrera por comprar y fabricar respiradores. Los muertos ya se cuentan por millares. La gente canta y baila en los balcones, gozan de un optimismo incansable. Por la ventana, se cuela el sonido del altavoz de mis vecinos, que me mandan mensajes para una pronta recuperación. Pinchan el Resistiré del Dúo Dinámico en mi honor.
Detrás de las mascarillas, se aprecia la cara de preocupación de los facultativos que entrevistan en los programas especiales. El virus les tiene desconcertados. Parece ser que los casos se complican en torno al noveno día. Es cuando el bicho se hace fuerte, se traslada a los pulmones y te mueres de una neumonía bilateral. Ya han pasado diez. Debería empezar a mejorar. Mis hermanas me piden paciencia, que guarde fuerzas, porque esto es una carrera de fondo. La casa huele a lejía y empiezo a aborrecer los zumos. La presión del pecho cada vez es más fuerte. Puede que sea ansiedad, hay que atiborrarse a tila, los ansiolíticos están contraindicados. Es hora de declararse en huelga de televisión. La sobredosis informativa no ayuda. Ya no contesto a los mensajes ni a las llamadas. No me apetece hablar con nadie, pero veo a mi madre en la pantalla del móvil. Me incorporo, pongo buena cara, finjo estar sano y le sonrío cuando me advierte de que tenga cuidado y no me deje coronar por nadie.
El viernes llega la advertencia de acudir a Urgencias ante cualquier indicio de insuficiencia respiratoria. He visto a los enfermos tirados en los pasillos de los hospitales de Madrid esperando turno para que les ingresen. No quiero ser uno de ellos. Seguro que mañana estoy mejor. Vamos a esperar al lunes, a ver qué dice el médico de cabecera. No puedo estar tumbado, me ahogo. No puedo estar sentado, me ahogo. No puedo hablar, me ahogo. Mi mujer y mi hijo me suplican que vaya al hospital. Ya no puedo discutir, me ahogo.
Son las tres y media de la madrugada del 29 de marzo. Ha pasado más de una hora desde que llamamos y la ambulancia no llega. Tengo miedo y ellos también. Mi hijo está al teléfono con su novia. Hace guardia desde su balcón que da a la calle por donde tiene que venir la ambulancia. La carretera está desierta y por fin, al fondo de la recta, se aprecian las luces.
“Ya va, ya va, ya va”. Suena el timbre de la calle. El camillero le dice a mi mujer que ellos no pueden subir a buscarme. Creo que ya no soy consciente de nada. Apenas me sostengo en pie. Debo pesar más del doble que ella, pero me mete en el ascensor y me baja como puede los ocho escalones antes de llegar a la calle. Les pide que le ayuden, pero sin guantes ni mascarilla no pueden acercarse. No acierta a encajar cada uno de los dedos de goma en mis manos sudorosas y moribundas. Todo es un caos, todo es nerviosismo y confusión cuando se cierra la puerta de la ambulancia. Si ha sido la última vez que nos separamos, no ha dado tiempo a un beso ni a unas bonitas palabras de despedida…
……………..
… A las ocho y media de la mañana, el teléfono se ilumina y parpadea su nombre. En esas décimas de segundo, me da tiempo a pensar que, si llama él, es buena señal. Respondo aliviada, pero la alegría dura poco. No le entiendo nada. Se lo pasa a una enfermera del Clínico, que me informa de que necesitan intubarlo y se lo llevan directamente a la UCI pediátrica, donde hay sitio. La familia no deja que me venga abajo. Estoy aturdida, pero quiero creerme todo lo que me dicen. Intento convencerme de que es el mejor sitio donde puede estar, pero la última imagen que tengo de él no ayuda. Todos me dicen que tenga esperanza, que es muy fuerte y que va a salir de ésta.
A mediodía llaman del hospital. La situación es muy, muy, muy grave… y muy crítica (sé que lo dijo tres veces seguidas, porque escribo lo que me cuenta la médica para que no se me olvide nada). Hay que esperar a ver cómo evoluciona. Me sobresalto cada vez que suena el teléfono. Me lo llevo al baño y duermo con él en la mano. Amanece y sigue sin sonar. Ojalá la falta de noticias sean buenas noticias. Llevamos ya varios días comiendo muy tarde o sin comer. Los médicos suelen llamar a partir de las dos y media, y luego viene la ronda de información a la familia, las preguntas, las dudas, la euforia y los bajones. Le sacamos punta a todo. A las palabras que emplean, al tono de voz, a las advertencias, a la neutralidad. ¿Por qué enumera las posibles complicaciones?
Sigue estable, dentro de la gravedad. De momento, no hay daños en el resto de los órganos. “Lo hemos pronado, y a ver cómo responde”. Busco pronar en el diccionario. He visto a muchos pacientes por la tele en la UVI. Cojo la imagen de uno de ellos y le pongo su cara. Me abruman las muestras de cariño. Nunca me he sentido más arropada en mi vida y se me parte el alma de saberlo a él solo. Pero no lo está.
Le escribo un diario para que el día que despierte sepa todo lo que se ha perdido durante este paréntesis de inconsciencia. Le mando notas de voz a su móvil y le reenvío todos los mensajes de fuerza y cariño. Aparecen amigos de debajo de las piedras. Toda la maquinaria de la familia se ha puesto a funcionar y tiran de contactos. Es increíble cómo, al final del día, y con la que tienen encima, todavía haya médicos y enfermeras, amigos de un sobrino o del vecino del tercero, que tardan un ratito más en irse a sus casas para acercarse a la UCI y preguntar por su estado. La palabra prudencia siempre va por delante, pero parece que está un pelín mejor. Hoy nos vamos contentos a la cama.
Ha pasado ya más de una semana desde que lo intubaron. Desde el principio, nos dijeron que, en el mejor de los casos, quince días en esa unidad no se los quitaba nadie. En un momento de despiste encendemos la televisión. Muchos de los pacientes COVID se mueren después de 21 días en la UCI por un fallo en alguno de los órganos vitales. ¿En qué momento hemos bajado la guardia?
Y en medio de estas tribulaciones, por fin llega el día, un 6 de abril, en el que te anuncian que lo han despertado y extubado con éxito. Por primera vez, me parece encontrar una sonrisa en la voz de la intensivista. “La verdad es que nosotros también estamos muy contentos. No todos nuestros pacientes han tenido la misma suerte”.
Alguien nos ha dicho que es el único superviviente de los cinco pacientes que ingresaron en la UCI aquel día. Eso acojona bastante, y explica las lágrimas del hombretón cuando, 28 días después, cruza la mirada con su madre y los dos son conscientes de que ha vuelto a nacer.
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