Ha estado cerca de los enfermos que lo necesitaban y que estaban lejos de la alta tecnología que atesora el Hospital. Ha aportado conocimiento (mucho) y valores (aún más) a su profesión y ha tratado con su buena práctica, pero también con su palabra y su sonrisa sanadora, a muchos pacientes. Ha estado vigilante de aquellos problemas de salud pública que afectaban a la comunidad y ha ejercido de maestra para formarla en los cuidados básicos para su salud. Todo ello lo ha hecho con escasos medios, con precariedad, porque si la Atención Primaria es la cenicienta de los sistemas de salud, la sanidad rural es la cenicienta de la Atención Primaria.
Le ha tocado vivir en una sociedad donde, en más de una ocasión, ha tenido que defender su sitio por su condición de mujer. Ha dedicado muchas horas y mucho esfuerzo a la ADSP y ha defendido y defiende con pasión la sanidad pública, porque sabe que es la única garantía de un acceso equitativo de todos, pobres y ricos, de la ciudad o del pueblo, a la salud y a unos servicios sanitarios de calidad.
En estos tiempos de pandemia, hemos debatido, unas veces aquí y otras veces a orillas del Atlántico en Portugal, sobre la situación actual de la sanidad rural y su futuro. A veces esperanzados por las oportunidades que ofrece la tecnología de la información, como la telemedicina, y a veces preocupados por sus evidentes deficiencias para el ejercicio de una profesión que exige estar cerca.
Al final siempre estuvimos de acuerdo en que seguirá siendo necesaria, sobre todo allí, la presencia de un médico para curar al enfermo o, si no es posible, para aliviarlo, y en todo caso, para cuidarlo si no se puede hacer otra cosa. Curar, aliviar, cuidar... lo que siempre ha hecho Concha Ledesma, mi amiga.