Ya hace más de dos meses del inicio oficial de la pandemia por la COVID-19. Hoy quiero reflexionar sobre lo que este desastre ha significado para los profesionales sanitarios y, en concreto, para los médicos.
Tras los casos esporádicos que fueron apareciendo a finales de febrero e inicios de marzo, el crecimiento del número de pacientes con los síntomas de la enfermedad en las Urgencias hospitalarias, en los domicilios y en las residencias de mayores fue masivo, de día en día.
En estos inicios, ni la Organización Mundial de la Salud evaluó e informó adecuadamente de esta epidemia ni tampoco el Gobierno de la nación proporcionó la información de que se disponía ni organizó, desde el principio, una comunicación transparente con las comunidades autónomas.
Todos lamentamos que en esos momentos no se hubiese hecho caso a las recomendaciones de adquirir suficientes EPI para el personal sanitario, así como test o pruebas diagnósticas, viendo lo que estaba ocurriendo en el norte de Italia.
Y se desató la pandemia en nuestro país: las UCI quedaron colapsadas de pacientes, las jornadas de los médicos se volvieron interminables, ausencia de material de protección adecuados (en lugar de EPI homologados, se usaron materiales que no protegían adecuadamente), y cuando por fin llegaron, hubo que soportar largas jornadas con un vestuario asfixiante de buzos, dobles guantes, gafas a menudo empañadas, pantallas, etc., que dificultaban las exploraciones, la intubación, la administración de medicación, etc.
Además, cada día había que acomodarse a las nuevas recomendaciones y protocolos del hospital, de Sacyl, del Ministerio de Sanidad, de equipos de investigación… y de la propia experiencia que íbamos adquiriendo. Pero siempre con unas altísimas dosis de incertidumbre, de inseguridad e improvisación para resolver problemas novedosos, ante los que no estábamos ni acostumbrados ni preparados.
Otro factor de enorme estrés fue el acceso a las UCI y a las medidas extraordinarias de apoyo ventilatorio y terapéutico. En una situación de alarma, los protocolos habituales quedan sobrepasados, y el profesional carga con numerosas situaciones de enorme estrés.
Hemos estado utilizando a menudo sólo una mascarilla, y la misma mascarilla, varios días; incluso hemos tenido que hacer artesanalmente ropa protectora con bolsas de plástico (y aún ha habido algún responsable político que ha dicho que esto era un estímulo más para nosotros).
Numerosas jornadas han sido para muchos médicos extenuantes, realizando los descansos en pasillos sobre una alfombrilla o acurrucados sobre un sillón en un olvidado rincón.
En las residencias sociosanitarias, el número de fallecimientos ha puesto de manifiesto lo que era evidente: personas con pluripatología, pacientes frágiles, conviviendo en proximidad, con asistencia de trabajadores que carecían de información sobre lo que se avecinaba y con carencia de medicación y medios de protección. Aquí la infección se extendió rápidamente, en el momento de mayor saturación de servicios de Urgencias y de hospitalización, siendo evidente que el traslado al hospital de muchos de estos pacientes (los más graves) no era la indicación más adecuada. Algunos se derivaron y hasta superaron su tratamiento en UCI.
Lo más doloroso ha sido cuando hemos ido conociendo los médicos fallecidos en acto de servicio (la doctora Isabel Esther Muñoz y el doctor Luis Fernando Mateos en Salamanca y otros 53 en el resto de España) y las cifras de infectados, las más altas de todos los países de nuestro entorno y de los más lejanos (más de 51.000 sanitarios).
Desde el Colegio de Médicos de Salamanca nos hemos preocupado por ayudar dentro de nuestras posibilidades y responsabilidades, exigiendo a la Consejería de Sanidad EPI y pruebas diagnósticas para todos. Gestionamos habitaciones para que médicos con familia de riesgo se pudieran aislar, atendimos a la petición de mascarillas y pantallas protectoras para médicos de atención privada, solicitamos seguros de compensación económica por daños COVID-19, hemos reclamado que la infección sea considerada enfermedad profesional para el médico, hemos facilitado asistencia domiciliaria por cuidados de hijos para aquellos médicos en que los dos padres trabajaban en mismo horario, etc.
Pero todo este esfuerzo nunca será suficiente ni compensará el duro sacrificio que nuestras familias y nosotros estamos soportando.
Y si todo esto era poco, ahora surgen plataformas y asociaciones oportunistas para sangrarnos por presuntas negligencias. Nos gustaría pensar que el foco de la reclamación es la Administración o nuestros políticos, pero voces autorizadas en la materia señalan que estas reclamaciones suelen dirigirse de forma individualizada contra el profesional. Y además, empleando la vía penal, por ser gratuita. No saben lo que sufre un profesional en los juzgados cuando ha sido denunciado por una presunta negligencia. La gran mayoría sin condena alguna en la sentencia, pero sí condenados durante todo el trámite judicial.
Además, muchas de estas plataformas sin escrúpulos animan a las personas a denunciar, y si estas tienen dudas por todo lo anteriormente señalado, aducen que no se reclama al profesional, sino a su seguro, sin importarle o reparar en las posibles consecuencias personales para el profesional. Además, tienen buen cuidado en no señalar que si no hay condena para el sanitario, las cuantiosas costas judiciales las soportará el demandante, nunca el abogado.
No podemos decir que no existan deficiencias, pero, de haberlas, estas no se deben a un deseo o dejación del profesional, sino a la extrema dificultad de una ciencia inexacta unida a la asfixiante presión a la que hemos y estamos sometidos, poniendo en riesgo nuestra propia salud y la de nuestras familias.
Si hay alguna reclamación, esta no debería ser hacia el profesional sanitario, sino hacia el propio Estado o a las consejerías de Sanidad por su abandono.
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