Nada volverá a ser igual después de la pandemia. Cambiará la economía, las relaciones internacionales, la política, el comercio, la organización social, la enseñanza… y también la sanidad.
Es obvio que se producirán numerosos cambios en todos los terrenos, algunos de tipo global, que vendrán impuestos por nuevas correlaciones de fuerzas entre los distintos sistemas económicos y políticos, a los que los ciudadanos difícilmente podrán oponer resistencia, aunque puedan no estar de acuerdo con ellos, y otros más locales sobre los que podrán tener mayor grado de influencia.
Más que nunca se pondrá de manifiesto la necesidad de proteger el medio ambiente para hacer frente al cambio climático, cuyos efectos sobre la vida en el planeta son ya evidentes desde cualquier punto de vista, incluyendo su influencia sobre la calidad de vida y la salud de las personas, pero también será un factor determinante del desarrollo económico. El coste del deterioro ambiental hará que el cambio sea imparable. Será necesario también cambiar los hábitos de consumo, especialmente de los países más ricos. El crecimiento demográfico descontrolado acelerará el proceso de deterioro del planeta y se verá también frenado en alguna medida.
Será necesario modificar el papel de las organizaciones internacionales como la Organización Mundial de la Salud, que deberá replantearse sus prioridades y convencer a los Estados miembros de la necesidad de colaborar todos para evitar desastres como el producido por el coronavirus. Otras organizaciones internacionales, como la FAO, deberán seguir el mismo camino.
Los Estados, a través de la acción pública, recuperarán el protagonismo que han ido perdiendo durante las últimas décadas, aunque ello no les guste a los defensores de la globalización sin restricciones, ni tampoco a los promotores de reducir el papel del Estado en la vida pública (que, sin embargo, durante la pandemia han cambiado radicalmente su discurso para solicitar ayudas al Estado). Será la única forma de garantizar cierto equilibrio entre las necesidades de la población en campos imprescindibles para garantizar los derechos humanos, como, por ejemplo, alimentación, vivienda, enseñanza o salud y, como consecuencia, mantener el desarrollo y la paz social.
Los sistemas sanitarios deberán adaptarse a la nueva realidad y priorizar objetivos de salud pública: sin control de los riesgos sanitarios, especialmente de tipo infeccioso, pero no solo (la alimentación y la calidad del aire serán también determinantes), no habrá vida ni tampoco economía. También será preciso reinventar los modelos asistenciales y el propio ejercicio de la actividad sanitaria, disminuyendo el hospital-centrismo y acercando la asistencia sanitaria al paciente, potenciando la Atención Primaria e incluyendo en la práctica asistencial la telemedicina, que tendrá un desarrollo exponencial. Será necesario igualmente determinar las prioridades y límites de la asistencia sanitaria.
Los propios ciudadanos modificarán sus hábitos para disminuir los riesgos para su salud. Es posible que el uso de las mascarillas no vaya a ser tan efímero como deseamos, al igual que otro tipo de medidas que ahora solo podemos entrever.
Muchos de estos cambios solo serán posibles mediante la cooperación internacional y la solidaridad entre los países ricos y pobres, solidaridad entre Estados, pero también entre ciudadanos. Será preciso dar significado al eslogan de la OMS: Piensa globalmente, actúa localmente. Recomiendo firmemente la lectura de una reciente publicación de Göran Tomson que, obviamente, lo explica mucho mejor:
Solidarity and universal preparedness for health after covid-19. BMJ 2021; 372:n59. doi: https://doi.org/10.1136/bmj.n59 (Published 22 January 2021).
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