Llevo unas semanas leyendo el libro Don’t even think about it. Why our brains are wired to ignore climate change. La semana pasada, uno de los capítulos (38) realmente captó mi atención. En él, el autor relata su experiencia con los jóvenes que acudían a la mayor convención de cómics de la costa Este americana.
Había llegado allí para preguntar a estos jóvenes de perfil inteligente y curioso, interesados en la tecnología y los mundos futuros, qué futuros imaginaban.
Lo que seguramente no podía prever fueron las respuestas. Uno tras otro, demostraban una excelente incapacidad para imaginar el futuro. Además de la incapacidad para imaginarlo, tampoco parecían tener el más mínimo interés en dedicarle tiempo al tema.
Según avanzaba leyendo el capítulo yo sentía una perplejidad similar a la expresada. De repente me encontré con los datos obtenidos por Bruce Tonn, de la Universidad de Tennessee, quien investigaba sobre lo que la gente piensa que ocurrirá en el futuro. Al parecer, lo que la mayoría de entrevistados entienden por futuro es un máximo de quince años. Superada la barrera de los veinte años, la imaginación desaparece, no hay nada. Demasiado lejos, dicen.
De repente empecé a ver que quizá éste podía ser el origen de mucho de lo que observamos al realizar intervenciones en distintas organizaciones. También esta incapacidad podría dar respuesta a por qué muchas de las decisiones que los líderes de nuestros países y corporaciones toman día a día no consiguen alcanzar los objetivos perseguidos una vez ha pasado el tiempo.
Aunque me permití la licencia de extrapolar lo que ocurre en el espacio del cambio climático, bien peculiar en sí mismo y en el que rara vez parecen intervenir en el discurso valoraciones éticas e intergeneracionales, a lo que también está presente en muchas instituciones públicas y privadas, creo que la incapacidad de pensar en un futuro más allá de quince años (y ya es periodo largo para algunos de estos entornos), la explicación podría ser plausible.
Si aquellos jóvenes de la convención, los que en principio vivirán el futuro, carecían de capacidad de imaginarlo… ¿qué capacidad tenemos los no ya tan jóvenes? Y en instituciones y empresas donde la media de edad se aleje peligrosamente de la suya… ¿cuál será el resultado de ese proceso de proyección hacia adelante? ¿Serán capaces siquiera de tenerlo presente?
Muchas veces, cuando pedimos a los participantes durante una intervención que diseñen el futuro de su organización o departamento, o lo que les gustaría ver en un buen número de años (cómo son los espacios, el flujo de personas, cómo se hablan, cómo se toman decisiones y otras muchas), en el mejor de los casos concluyen habiendo imaginado únicamente futuros incrementales sobre la realidad actual e incluyendo prácticamente a los mismos actores. Tienen verdadera dificultad hasta para proyectar el impacto a largo plazo, y en los distintos grupos de interés, de las decisiones que ellos mismos toman o podrían tomar. En general, proyectar el futuro nos resulta muy complicado a la mayoría de nosotros.
Si nuestra capacidad para imaginar el futuro es limitada, difícilmente nuestras decisiones alcanzarán objetivos a largo plazo. Mucho menos para comenzar a considerar (y en caso afirmativo, tenerlo en cuenta) si tenemos o no obligaciones para con las generaciones futuras.
Y esto no es baladí. Tenemos frente a nosotros grandísimos retos que van a requerir, además de la capacidad de colaborar, el ser capaces de imaginar mucho más allá de nosotros. Nuestra especie jamás habría llegado donde hoy está sin haberse permitido y cultivado la capacidad de imaginar grandes futuros. Hoy, más que nunca, parece necesario que la recuperemos y la tengamos en cuenta.
Feliz semana.
*Catalizando el desarrollo integral de personas y organizaciones
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