Siempre he considerado que las profesiones para las que hay que tener una gran vocación son la medicina y la enseñanza. Nuestra vida depende del médico y demás sanitarios. El futuro de los niños y adolescentes, del grado de culturización, del amplio conocimiento de las materias que se imparten y del grado de comprensión de los profesores hacia los alumnos.
Porque vivir es lo único cierto, hoy siento tanta admiración, tanto respeto, por los profesionales de la medicina, y mucho más desde que hace algunos años ellos me devolvieran la vida cuando estaba a punto de pasar a la otra orilla por un gravísimo y sorpresivo cáncer de páncreas (Hospital Universitario de Salamanca).
En esta peste maldita ahí han estado todos ellos, jugándose la piel, sin material de protección, sin dormir, enlazando un día con el otro, emocionalmente destrozados, mientras que los políticos asomaban las bembas por las televisiones para disertar-mentir en gerundio (“estamos haciendo, estamos pensando”), sin tener idea de nada, sin tener una legislación sanitaria, ni encima ni debajo de la mesa, ni siquiera en la mente.
A lo largo de estos últimos 18 meses de miedo e incertidumbre, he tenido que ir al referenciado centro asistencial salmantino (con material de máxima protección, de fabricación española) para hacerme las pruebas del seguimiento oncológico. La deformación profesional hace que una logre ver doble, leer a doble página (como Quevedo), y así pude comprobar, una vez más, que ni en las situaciones más críticas, ni el estado de alarma, había mermado la dosis de altruismo y la filantropía en los sanitarios operativos hacia los pacientes.
El año 2020 y el 2021 del siglo XXI serán recordados como el Covid de la generosidad de todos los sanitarios españoles (también como el de la incompetencia, la torpeza, la ignorancia y la falta de sensibilidad de un Gobierno homicida de sueños). Y es que lo importante en la vida es cómo nos recuerde la gente. El éxito no está en llenar las grandes maletas de plata. El éxito es ser querido por los demás sin tener que comprar voluntades: acá está el sentido de la felicidad.
En el asunto de las vacunas centralizadas, como todo lo que mangonean los políticos, su distribución por las distintas comunidades autónomas durante los primeros meses ha sido nefasta (a unos sitios han estado llegando tarde y a cuentagotas y en otros, como en el caso de Asturias, tuvieron que tirarlas porque sobraron más de la mitad, a sabiendas de que el material milagroso no se podía volver a congelar). Es decir, que una vez más han tenido que ser los sanitarios los que pusieran orden, los que hasta el momento están llevando a cabo, de manera ejemplarizante, el tema. Tanto por la rapidez y la puntualidad como por el trato humano hacia las personas, deberíamos colocarles en el peldaño más alto de la profesión.
Hay un tiempo para dejar que sucedan las cosas y un tiempo para que las cosas sucedan. Después de muchos meses de espera para recibir las dosis (dos en total, con una cantidad de 0,3 ml cada una) del inoculador (como muchos pobladores, estaba metida en el epígrafe de riesgo por haber sufrido una pancreatectomía total), hace pocos días, cuando abandonaba el Pabellón Multiusos Sánchez Paraíso de Salamanca, se me cayeron las lágrimas de la emoción.
Me sentía feliz, millonaria, porque pobres no somos los que tenemos poco, sino aquellos que quieren mucho sin esfuerzo y sin volver la mirada hacia otras realidades. Sobria y liviana de equipaje, vivir con lo justo para que las cosas materiales no me roben la libertad. Ese día ha sido uno de los más felices de mi vida, al considerar que cuando las personas pierden la capacidad de emoción es porque están muertas. En estos momentos, con la vacuna doble inyectada (que cuesta cada dosis poco más de diez euros, pero que salva millones y millones de vidas) recapacito: yo, que he estado en primera línea en las guerrillas más sangrantes de Centroamérica (Nicaragua, El Salvador y Guatemala), me he sentido tan pequeñita frente a esta pandemia…
Desde acá hago llegar a los miles de jóvenes (y no tan jóvenes) estúpidos suicidas, cuyo sentido de la diversión está centrado en las grandes ingestas de alcohol en colectivo y en otro tipo de drogas destructivas, que, de seguir actuando de esta manera tan incívica, muy pronto les tocará el virus mortal a los pies de su cama, porque en las enfermedades buscadas nadie tiene patente de corso. Pido que, en estas circunstancias, dichos elementos no tengan derecho a la sanidad pública y que utilicen y se paguen la privada (de paso, que les coloquen un enema para lavarles el intestino y la conciencia), porque no se puede permitir que esta gentuza tenga más privilegios que los ciudadanos sensatos y contribuyentes que se ven condenados a esperar meses y meses para ser intervenidos quirúrgicamente de enfermedades graves (porque están ocupadas las camas y las UCI), como está pasando. ¡El virus no se marchará, toletes!
Días pasados, un facultativo español que ha visto morir de la Covid a muchos compañeros de profesión, dedicaba unas palabras (en forma de interrogante) a estos individuos e individuas que ocupan las calles de las ciudades para emborracharse, infringiendo todas las normas de seguridad, de protección y les preguntaba: “¿Qué pasaría si, ante el comportamiento salvaje de ustedes y el de los mandatarios, ante esta situación de pasotismo e indiferencia, todo el personal sanitario del país decidiera abandonar los hospitales y marcharse a sus casas con sus seres queridos?”.
Si a la población no le importa la vida de los médicos y la de sus familias ¿por qué el personal de la sanidad pública sí tiene que sacrificarse por la vida de la población incívica, canalla e insensible? Médicos, enfermeras y demás personal del referenciado sector están agotados, físicamente y moralmente. Bastaría un solo día de ausencia de estos profesionales para que los descerebrados valorasen lo importante que es su trabajo. Un trabajo donde no se mira el reloj para salir (sí para entrar) porque en su pentagrama de la vida están colocadas las notas del amor por la profesión.
Una sociedad de idiotas que no han dado palo al agua y a los que no les importan, en absoluto, los doscientos mil muertos que ha habido en España a causa de la peste ni los nueve millones de parados (verdaderas cifras) que se han quedado sin trabajo, sin vivienda, condenados a la más triste soledad, no tienen derecho a ser atendidos gratuitamente.
¡¡Qué se pare el tren, porque quiero bajarme!!
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