Desde que echamos la matricula en la universidad, los estudiantes de Medicina somos considerados por nuestro entorno, familiares y amigos como casi-médicos recién graduados. Desde el típico “me duele la cabeza, qué me recomiendas” al “mi tío tiene un ‘nosequeoma’, a ver qué te parece”, siempre gozamos del beneficio de la duda y el reconocimiento de que, estando aún por terminar de hornear, algo sabemos ya.
Los cada día más densos planes de estudios nos empapan desde el minuto cero. Las asignaturas preclínicas, que nos dicen se nos harán breves, pero necesarias, dan paso a las clínicas, donde aprendemos todo tipo de patologías, síndromes, clasificaciones, escalas y hasta pentagramas, si hace falta. Un gran contenido teórico que hace pensar que, tras aprobar los exámenes, si no fuera porque alguno es aún imberbe, podríamos pasar por perfectos residentes. Eso sería, sin duda, lo más lógico, pero lo más lógico no suele ser lo más habitual.
Cualquier contenido teórico requiere de una parte práctica para afianzarlo. De poco sirve aprender que los crepitantes suenan a nieve pisada si no se tiene un paciente que escuchar, sobre el que poner ese fonendo que tus padres te regalaron con tanta ilusión. La Medicina no está solo en los libros, está hecha de otra pasta. Ser médico te plantea tener una persona delante que siente y padece, no solo una imagen del Farreras con su pie de foto.
Cuando he tenido la oportunidad (escasa) de rotar por el hospital, casi todos los residentes procedentes de otros países me comentaban siempre la misma frase: “Si yo a tu edad ya hacía…”, seguida de cualquier práctica clínica que pueda pensarse. Una formación clínica, en el más amplio sentido de la palabra. Leer para ver, oír y palpar. Para poder ayudar.
En el modelo actual, al estudiante de Medicina, más allá de la buena o mala disposición de los profesionales (que, por lo general, es buena y mucha), los días de rotación a final de año se nos hacen escasos. Estos llegan tarde y nos limitan a ser meros observadores, sintiéndonos en muchas ocasiones extraños en el que debería ser nuestro lugar: hospitales y centros de salud. Especialmente, en los servicios en que la semiología, exploración y el trato al paciente son cruciales.
Los libros no sonríen, ni se quejan cuando les pinchan. Tampoco, a falta de estudios que lo demuestren, les sube la tensión o les falta el aliento. Por ello, el sistema debe dar un paso hacia delante. Se debe contar con los alumnos desde los primeros compases, para poder tener una formación plena, con teoría, sí, pero también con práctica, y mucha, inculcando el factor humano y humanista que una profesión como la nuestra requiere. Mientras se esquilme el sistema de salud público y se reduzcan las plantillas esto no será posible. Mientras se deje de invertir en la formación, en medios de calidad y se corte la participación y el pensamiento crítico de los alumnos, tampoco mejoraremos.
Ahora más que nunca es el momento de defender nuestro sistema público, impulsándolo y mejorándolo para que brinde una mejor formación y el mejor trato a sus pacientes. Defendamos la Sanidad pública, nos jugamos la vida.
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