Denuncian la falta de profesionalidad de los odontólogos, la mayoría recién licenciados y maniatados a la hora de aceptar unas condiciones laborales lamentables, y la escasa calidad de los materiales que usan en este tipo de establecimientos.
Los colegios profesionales de odontólogos apuestan por recurrir a especialistas de confianza y declinar los servicios que se negocian en un despacho con un comercial, que poco o nada se preocupa por nuestra salud bucodental. Pero lo cierto, al menos en mi caso, es que cada vez que salgo del dentista (del normal, del de confianza, que ellos llaman) tengo la misma sensación que cuando voy a la peluquería. Rara es la ocasión en la que no tratan de venderme un tratamiento de flúor, de blanqueamiento, algún implante, un empaste minúsculo que hay que hacer para que no vaya a más, o un par de limpiezas al año como mínimo. Y aunque no me presionan en exceso, siempre me entra la duda de si debería aceptar; claro que la indecisión desaparece en el mismo instante en el que veo la factura.
Desconozco los motivos por los que la salud bucodental se quedó al margen del sistema público sanitario, a excepción de las extracciones. Pero si las arcas públicas financian operaciones de cirugía estética en supuestos que sobrepasan el mero interés por mejorar la imagen personal, también deberían afrontar el coste de aquellos pacientes cuya salud se ve comprometida por un problema en su dentadura y que carecen de los recursos suficientes para poder solucionarlos.
El precio de los tratamientos bucodentales es disparatado e innacesible para la mayoría de la población, todavía más en estos tiempos de crisis. Las comunidades autónomas han avanzado mucho en la prevención de los niños en edad escolar. Lamentablemente, se despreocupan cuando llegamos a la edad adulta y ni siquiera se molestan en regular un marco de precios o de ayudas para que todos podamos gozar de las mismas garantías en el cuidado de nuestras dentaduras.
Así que mientras no cambie la situación, seguiré pensando que la visita al dentista es un mero negocio especulativo, un verdadero dolor de muelas, un quebradero de cabeza a ver de dónde sacamos el dinero para la dichosa ortodoncia de los críos, que se ha convertido en un gasto tan habitual como la Primera Comunión, el viaje de fin de curso o los libros de texto de cada principio de curso.
Dientes, dientes…
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