Tengo 75 años y una buena calidad de vida. Salgo todos los días con mi perrito, excusa que me permite andar más de cinco kilómetros a diario, me tomo mis pastillas de la tensión por la mañana y las del colesterol por la noche, y a primera hora también me pongo mi parche para el corazón. En uno de mis paseos diarios observé que me cansaba más que antes, me faltaba el aire y me flojeaban las piernas.
Decidí levantar el auricular (no tengo móvil) y llamar al consultorio para concertar una cita con mi médico, que, por cierto, es médica. Como era enero y había mucha gripe -eso me dijo la administrativa- y además mi médico tenía que ver a los pacientes de su compañero, pues no ponen sustituto en vacaciones, no me podría atender hasta pasados unos días. Mi médica me dijo que había que hacer unos análisis. Como era martes y solo pinchaban los lunes, esperé una semana para ir a sacármelos, y unos días después fui a ver los resultados.
Mi médica me dijo que tendría que verme un especialista del hospital. Me dio entonces un volante (los famosos volantes) y se lo entregué al administrativo, preguntándole si hoy mismo sabría el día de la cita; aquel me miró como si fuera un marciano y me dijo que me tenían que mandar una carta a casa con la fecha (la famosa carta).
Al principio, todas las semanas abría con ilusión la correspondencia para ver si me había llegado el valioso pergamino con la cita. Al final, después de dos meses, me aburrí, y ya casi me había olvidado (entre otras cosas, porque mi médica me había puesto un tratamiento y yo me encontraba mucho mejor). Hasta que un día por fin vi el papel con el logotipo del hospital y supe que había llegado mi hora, vamos, día y hora de consulta. Tres meses después de la solicitud de la cita.
Me daba mucha pereza ir al hospital pero, por otro lado, también tenía miedo; total, que decidí ir. Me armé de valor y fui solo, aun a sabiendas que eso me supondría un estrés añadido, porque mi mujer estaba algo pachucha y mis hijos tenían que trabajar. Me levanté muy temprano para coger el autobús, que solo pasa por el pueblo a las seis de la mañana. Mi mayor sorpresa al llegar al hospital fue que aquello era un hervidero de gente, a pesar de lo temprano de la mañana. Me asusté un poco, la verdad. Luego me surgió la duda de dónde estaría la consulta, pues en medio de aquel enjambre, no sabía ni a dónde ir ni a quién preguntar.
Cuando llegué me asusté de nuevo, pues la sala de espera era un hervidero aún mayor. No sabía qué tenía que hacer, pero vi que había unos carteles con los nombres de las especialidades y unas ventanillas a las que todo el mundo se dirigía, así que hice lo mismo. Me llamaron al consultorio X. Resulta que había dos pasillos, elegí el de la izquierda y resultó que no, al final era el de la derecha. Ay, señor… ¿llegaré alguna vez a mi destino?
Llegué al consultorio nervioso y sudando. El médico fue amable y me explicó que tendrían que hacerme más pruebas. ¿Tardarán mucho, doctor?, me atreví a preguntar, y él me miro con la misma cara que el administrativo de mi centro de salud; pero lo cierto es que me consiguió una cita en dos meses y me fui bien contento para casa, porque a un vecino mío le habían tardado seis meses en hacer ese tipo de exploración.
Me hice la prueba y volví una semana después a ver los resultados. Total, que desde que me sentí mal ya habían pasado más de cinco meses. El médico me mandó vía preferente al cirujano, que me atendió en una semana, me solicitó otras pruebas radiológicas, me vio también un anestesista y, finalmente, me llamaron un mes después para operarme.
Todo fue muy bien y ya estoy en casa, totalmente recuperado. Cuando salí esta mañana a pasear con mi perrito, estuve reflexionando acerca de mi aventura. En este tiempo conocí a seis médicos de seis especialidades distintas, a otros tantos administrativos, otros tantos consultorios y pasillos, me hice múltiples pruebas y análisis, y todo ello en tan solo siete meses. ¿ No les parece increíble?
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