
Nunca me había parado a pensar que los movimientos migratorios existen desde que el mundo es mundo y surgen por mero instinto de conservación de la especie. Tal es así que ni siquiera son propios de la condición humana y hasta los animales han protagonizado corrientes de este tipo para procurarse su supervivencia.
El problema de Ceuta y Melilla, como el de Lampedusa, también viene de largo y sólo de vez en cuando, y a raíz de una tragedia de considerable magnitud, se cuela en los principales titulares de los medios de comunicación. El debate dura un par de meses, a lo sumo, pero las dificultades diarias no sólo no desaparecen, sino que se han perpetuado y hasta normalizado sin que parezca importar al resto de la población española ni europea.
¡Ay, mi vieja y rancia Europa! Nos echa un rapapolvo de mil demonios y ni un granito de arena. El Gobierno español está solo ante este problema y es incapaz de cortarlo al menos de una forma humanitaria y sin recurrir a la violencia, porque es imposible poner puertas al hambre, al miedo y a la desesperación, sobre todo si se deja a las mafias campar a sus anchas. El tráfico de inmigrantes, a diferencia de las drogas o de las divisas, no es una prioridad para ningún estado. Los inmigrantes, sí.
Al menos en lo que a su deportación respecta, si yo fuera ministro del Interior, dedicaba mis recursos a fletar autobuses de inmigrantes, no para devolverlos a sus países de origen, sino con destino a Bruselas y Estrasburgo. Instalaba los campamentos de acogida a las puertas de la Comisión y del Parlamento Europeo y esperaba a que sus acomodadas señorías nos iluminaran sobre cómo proceder en este caso. Que sean ellos quienes les digan que no hay un lugar para acogerles, ni un mendrugo de pan para alimentarlos, ni un techo sobre el que guarecerse.
La crisis que azota nuestro entorno (para qué irnos más lejos, la verdad), entre otras cosas, está sacando el racista que todos llevamos dentro. No hay conversación que se precie sobre las dificultades económicas en la que no salga a relucir las ayudas que se llevan los de fuera, “que nos quitan los de fuera”. “Primero nosotros y luego los inmigrantes”. Los derechos dejan de ser universales para convertirse en nacionales.
Y, por una vez, los españoles no encabezamos el ránking de los xenófobos. En Gran Bretaña ya se empieza a mirar a los de fuera con mala cara y otros, como los belgas o los alemanes, han dado un paso más y echarán/deportarán a los inmigrantes que no tengan un puesto de trabajo y a los que en última instancia pretenden eliminar de las ayudas sociales.
Y eso que parecíamos y presumíamos de ser tan modernos, solidarios y humanitarios. Está claro que en esto de las fronteras el principal enemigo son nuestras barreras mentales y el egoísmo, que si no recuerdo mal, también existe desde el principio de los tiempos.
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