Ríos de tinta se han escrito ya sobre la elección de Trump en los Estados Unidos frente a la que se consideraba prácticamente vencedora, Hillary Clinton. En las 24 horas siguientes a confirmarse el triunfo de Trump, y entre la incredulidad y la estupefacción de gran parte del mundo y del propio América, comenzaron a sucederse los análisis que trataban de explicar las razones que acabaron dando la victoria a un candidato a quien incluso miembros de su partido habían dado la espalda.
Aunque no puedo afirmar haber leído todos y cada uno de los análisis que hayan sido publicados, sí presté mucha atención a las distintas razones publicadas a ambos lados del Atlántico durante ese período.
La gran mayoría de ellas, basadas en la movilización del electorado resultado de sus discursos de campaña: su intención de realizar políticas proteccionistas, ganar la guerra comercial a China, desmontar tratados comerciales con México, cambios altamente restrictivos en política migratoria, su famoso slogan MAGA para devolver a América toda su grandeza, regeneración de los cinturones industriales, bajada de impuestos… que consiguieron captar la atención de los millones de americanos que, con razón, se sienten abandonados o frustrados por una clase política para quienes parecen invisibles.
Todo esto, posible o no, realista o no, movilizó a los ciudadanos de estados bisagra y más allá, hasta otorgarle la victoria.
Se ha hablado también largo y tendido de por qué Hillary Clinton no consiguió hacerse con la Presidencia (a pesar de haber ganado el voto popular): las mujeres universitarias votaron en menor cuantía que los hombres blancos de clase media, el apoyo latino fue menor del esperado, no consiguió mantener estados que votaron demócrata en las elecciones anteriores, le hicieron daño las sospechas ligadas al asunto de los correos electrónicos, era una persona “nada querida”…
Y entre todo lo apuntado, y a pesar de haberlo buscado en cada artículo, no logré encontrar -y continúo echando de menos- algo altamente visible y que nadie nombra. La mayor e insalvable diferencia entre candidatos nada apreciados por la opinión pública es que Donald Trump es hombre y Hillary Clinton, mujer. No he conseguido encontrar esta diferencia como elemento empleado para explicar una victoria contra todo pronóstico.
No me sorprende, pero sí me entristece. Enviar al mundo el mensaje de que una mujer pueda estar al frente del país más poderoso del país es, sin duda, un verdadero desafío para nuestra sociedad, que parece digerir mejor el mensaje de que alguien con el recorrido observable de Trump pueda convertirse en el individuo más poderoso del planeta.
Hace no mucho reseñaba el tiempo (ridículo) que los medios de comunicación de nuestro país dedicaron al Día de la Niña. Ya ven, no hay análisis que hable de la diferencia de género. En las presidenciales americanas no sólo no es factor determinante, sino que, sencillamente, no existe, es invisible. Como dirían por aquellas tierras… “At our peril” o “bajo nuestra cuenta y riesgo”.
Feliz semana.
*Catalizando el desarrollo integral de personas y organizaciones
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