Los médicos que vemos enfermos y que estamos en la plaza, toreando a la negra dama, estamos viendo y viviendo mucho últimamente. A lo largo de la historia de Occidente, la actitud del ser humano frente a la muerte no ha sido siempre la misma.
Durante la Alta Edad Media, existía una relación con ella que yo definiría como “humana y natural”. Existía la llamada “muerte doméstica”. El moribundo, consciente de su próximo deceso, invitaba a sus seres queridos a reunirse alrededor de su lecho y realizaba el llamado “rito de la habitación”. Todos participaban de esta particular ceremonia dirigida por quien se encontraba próximo a morir. En esto consistía la “buena muerte”, aquella que ocurría junto a los seres queridos y que era anticipada por el moribundo, pudiendo éste disponer de tiempo para preparar sus asuntos personales, sociales y espirituales.
¿Era su derecho?
En la baja Edad Media, adquieren fuerza las ideas del juicio final, con la preocupación por identificar las sepulturas y así poder ser enterrados junto a los seres queridos; del purgatorio y de la salvación a través de la realización de obras materiales y espirituales. Ideas que fueron reemplazando el comunalismo anterior por una mayor individualización de la muerte. Esta etapa es llamada la “muerte de uno mismo”.
A partir del siglo XIX, la fascinación por la muerte de uno mismo es transferida a la preocupación por la muerte del ser querido, la llamada “muerte del otro”. Ello se manifiesta en la expresión pública y exagerada del duelo y en el inicio del culto a los cementerios, tal como los conocemos en la actualidad.
Con la Primera Guerra Mundial comienza un proceso llamado “muerte prohibida”, en el que la muerte es apartada de la vida cotidiana. En este periodo, la muerte es eliminada del lenguaje, arrinconada como un fenómeno lejano, extraño y vergonzoso. Deja de ser esa muerte esperada, amable, natural, acompañada y aceptada de los siglos precedentes.
Cicely Saunders, líder de la medicina paliativa contemporánea, observa que la tendencia actual de esconder al moribundo la verdad de su pronóstico y condición, de reemplazar la casa por el hospital como lugar de muerte y de no permitir un despliegue emocional en público después de una pérdida son fenómenos que dan cuenta de cómo, como sociedad, no hemos encontrado –o hemos perdido– la manera de hacer frente y de asumir nuestra mortalidad y la del resto.
Hasta el siglo XIX, el alivio de síntomas fue la tarea principal del tratamiento médico, ya que las enfermedades evolucionaban, básicamente, siguiendo su historia natural. Durante el siglo XX, la medicina cambió de orientación, concentrando sus esfuerzos en descubrir las causas y curas de las enfermedades. De esta manera, y en relación con importantes avances técnicos y con el aumento general de las expectativas de vida de la población, el manejo sintomático fue relegado a un segundo plano, e incluso despreciado por la comunidad médica.
Es así como no resulta sorprendente que, en la actualidad, la medicina esté orientada fundamentalmente a prolongar las expectativas de vida de la población, más que a velar por la calidad de ésta como objetivo en sí mismo.
La visión integral del paciente ha sido reemplazada por la aplicación sistemática de tratamientos indicados por especialistas diferentes, fenómeno que se observa incluso en la atención de pacientes terminales. Esta visión parcelada del enfermo puede conducir a lo que actualmente se conoce como encarnizamiento terapéutico, en lugar de dar pie a un apoyo de calidad para atender las necesidades de aquellos pacientes que, simplemente, se encuentran fuera del alcance terapéutico curativo.
Esto también se ve reflejado en el gran vacío que existe en la formación en medicina y enfermería con respecto a cómo cuidar adecuadamente a enfermos incurables y con expectativas de vida limitadas.
Ante esta realidad, se señala que “hay que rescatar y redescubrir, si cabe, el fenómeno de cuidar, actualmente eclipsado; no tenemos que olvidar que la medicina nace como respuesta de ayuda, consuelo y acompañamiento para los seres humanos enfermos y moribundos”.
Y ahora, ¿dónde estamos?
Ahora estamos en el lío más grande de todos los tiempos. Todos con capacidad de juicio y de decisión. Las especialidades médicas avanzan a pasos agigantados, y hay pacientes recuperables. En el caso de la oncología, SÍ HA HABIDO CAMBIOS. Algunos pacientes, que no todos, se benefician de tratamientos que mejoran su calidad de vida. ¿Cuáles son esos pacientes? Aún no lo sabemos.
El concepto de medicina paliativa, quizá inmaduro todavía, goza de una ventaja con respecto a la oncología… porque aguarda a que la decisión la tome el oncólogo y a leer el final del cuento. Eso obliga a respetar extremadamente a los compañeros y a confiar en su buen hacer. “Por algo se harán las cosas así”.
En medio de este panorama, legalizan lo que llaman “muerte digna” y, al final, se ha generado un caos que, con paciencia, calma y mucho amor a la humanidad, tenemos que organizar.
Hoy me decía usted: “¿Por qué mi marido tiene que estar muriéndose tres días y hay gente que entra por Urgencias y pide “eutanasia”?
Y yo le contesto: “Voy a acompañar a su marido, lo voy a proteger… A usted, a sus hijos… Y cuando su marido quiera irse, se irá”. ¿Quién soy yo para modificar sus tiempos?
* La Dra. Elia Martínez Moreno es especialista en Oncología Médica en el Hospital Universitario de Fuenlabrada (Madrid)
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