El sistema sanitario público en España se asienta en varias características: universal, para todos los ciudadanos; equitativo, igualdad de posibilidades para acceder al mismo; gratuito, en su uso, aunque su financiación implica muchos recursos; y por no seguir enumerando: de calidad.
Y es en esta característica en la que querría depositar mi atención en esta entradilla.

¿Qué es un sistema sanitario público de calidad? ¿Qué entienden ciudadanos y profesionales por un sistema sanitario de calidad?
Si acudiéramos al terreno sociológico, a las encuestas, nos encontraríamos una pluralidad y a una selva de opiniones. Si exploramos por categorías de actores del sistema de salud, encontraríamos respuestas muy diferentes, los facultativos se orientarán en un sentido posiblemente más técnico; los ciudadanos, en otro más pragmático, y los pacientes recordarían su experiencia personal.
No, no me voy a adentrar en la calidad como ciencia, con su enorme complejidad, sus inacabables componentes y su lenguaje críptico solo apto para iniciados.
Pero es inexcusable separar dos aspectos claros de este concepto de “calidad”.
La calidad científico-técnica, y la calidad percibida por el paciente y el ciudadano.
Nuestro SNS tiene una calidad científico-técnica alta, muy alta, equiparable a los sistemas sanitarios más punteros. Aquí hay poco que decir, fallamos en investigación, pero la formación técnica de los profesionales y los medios disponibles en centros y hospitales es excelente.
La calidad que pueden sentir, percibir —sufrir incluso— los ciudadanos es otra cuestión.
Decía que no voy a adentrarme en el inextricable mundo de la calidad, pero no me resisto a citar una definición de calidad asistencial, extremadamente sencilla, pero contundente: “Es hacer las cosas adecuadas, a las personas adecuadas, en el momento preciso, haciendo las cosas bien la primera vez“.
Es del Ministerio de Salud británico.

El común de la población juzgará la sanidad pública por dos cuestiones básicas: la capacidad de acceso inmediata y los resultados acordes a sus expectativas. Y emparejado con esto, el trato dado por los profesionales y la información recibida.
En resumen, aunque nuestra calidad técnica sea muy elevada, si el acceso al SNS se ve pospuesto por listas de espera injustificables, demoras en las primeras consultas de atención primaria o especializada, demoras para pruebas o tratamientos… el efecto sobre la calidad es demoledor. En la práctica, se rompe la calidad. De poco sirve una buena atención sanitaria, pero pospuesta en el tiempo, recibida tarde.
Esa excelente cualificación técnica se convierte así en una inadecuada asistencia sanitaria. Y eso es lo que van a percibir y lo que van a valorar los pacientes y, por extensión, los ciudadanos.
Por ello, al hablar de “un sistema de calidad” habrán de tenerse en cuenta estas apreciaciones, ignorarlas es condenar a la deslegitimación del SNS ante sus usuarios. Y, no lo olvidemos, sus propietarios: los ciudadanos.
Se dirá que abordar lo expuesto exige medios; sí, es cierto, exige unos medios materiales y humanos acordes con la demanda normalizada. Pero exige mucho más: un manejo eficiente y profesionalizado por parte de los gestores; una gestión clínica de los profesionales exquisita, haciendo solo lo que hay que hacer, y no utilizando inadecuadamente los recursos; y una demanda racionalizada y solidaria por parte de la población, donde se interiorice que la gratuidad del sistema no implica ausencia de coste.
Ignorar la historia condena a repetirla. Y en sanidad existe un amplio bagaje de análisis, de conocimiento, de historia, que permitiría superar anteriores errores. Pero hay que tener altura de miras y evitar análisis interesados o autocomplacientes.
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