La semana pasada, en una reunión, una directora de Recursos Humanos hablaba de la necesidad que tenía el equipo de dirección de poder hablar, de tener un espacio en el que realmente poder hablar. Es decir, un espacio seguro en el que uno pudiera expresar sus opiniones sin tener que parapetarse detrás de una historia construída para quedar bien, un espacio de conversación en el que realmente pudieran dilucidarse los temas de la compañía sin que acabaran personalizándose.
Aquel comentario me retrotrajo a una frase que acababa de leer en Nueva York, de Edward Rutherford, en la que era patente cómo, a lo largo de los tiempos, nos educan para rara vez decir lo que pensamos o sentimos; en principio, entiendo, con la intención (buena) de no hacer daño. Y así, mucho de lo que decimos está generalmente bien pulido, tamizado, filtrado, pensado y re-escrito, diluído… y por eso nos sorprende -y hasta quizás nos violenten- las ocasiones en las que alguien sí dice lo que piensa o siente (con mayor o menor acierto en las formas).
Y, desafortunadamente, a pesar de nuestra excelencia en ajustar el mensaje (especialmente cuando no es halagador para aquel a quien va destinado) nuestro interlocutor/a normalmente puede percibir que algo no cuadra, no encaja, que no hay congruencia entre el mensaje y cómo se siente al recibirlo; o peor, toda nuestra actitud va revelando a gritos silenciosos lo que realmente pensamos o sentimos y no decimos.
En fin, que me quedé pensando en que quizá mejor sería dedicar la energía a enseñar, no cómo pulir los mensajes, sino a adquirir maestría en comunicarlos con el máximo respeto y aprecio hacia quien van dirigidos y -tan importante como ello- adquirir la capacidad de escucharlos como un regalo para nuestra propia reflexión, potencial crecimiento y aprendizaje, en lugar de un ataque despiadado a nuestra persona.
Para ello, una pequeña recomendación para comenzar: el capítulo sobre Evaluación del desempeño-el arte de dar comentarios de Edgar H. Schein en Process Consultation.
¡Buena semana!
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