Cuando terminé mis estudios de pregrado en la Corporación Universitaria Rafael Nuñez de Cartagena (Colombia), una universidad privada –lo cual fue posible gracias al esfuerzo de mis padres, que, a pesar de sus limitaciones económicas, contribuyeron para que lograra mi objetivo de ser médica– siempre tuve muchas expectativas de lo que sería el escenario laboral.
Salí con muchas ilusiones y deseos de traer bienestar a los ciudadanos, al poner a disposición de todos mis conocimientos y capacidades, que fueron fortalecidas durante mi paso por la academia.
Siempre me ha caracterizado un gran sentido de la responsabilidad social, y existe en mí la motivación de trabajar para lograr resultados en salud que son posibles con el desarrollo propicio para mis habilidades profesionales.
Lo que nunca imaginé fue que, al salir al ruedo, me iba a encontrar con una gran muralla que impediría la armonía del ejercicio médico llamada contrato laboral.
Con el tiempo, me fui dando cuenta de que era una constante en el medio y uno de los principales problemas que nos aqueja. Estar sometidos a unas jornadas extensas de trabajo, bajo unas condiciones laborales donde se vulneran sistemáticamente nuestros derechos y sin una entidad que vigile esas prácticas y nos garantice mejores condiciones para ejercer nuestras funciones dignamente.
En la actualidad, las cosas están de mal en peor; laboramos para un sistema que está en constantes modificaciones de la normatividad, donde no alcanzan a ejecutarse las políticas sanitarias porque en la marcha se ven amenazadas por una inestabilidad financiera. Esas consecuencias son asumidas en mayor proporción por los profesionales de la salud; por lo tanto, estamos muy lejos de alcanzar los beneficios donde se nos brinden las garantías de una estabilidad laboral, y parece no importar que es precisamente el médico la columna vertebral del sistema de salud.
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