Comenzó a beber a los 11 o 12 años. Se reunía con los amigos, juntaban “las pesetillas” que tenían y pasaban la tarde dándole al “famoso bebi“. O lo que es lo mismo, “un porrón con cerveza y vino dulce”. A partir de ahí, toda la vida enganchado al alcohol. Así, hasta hace “43 meses”, cuando Antonio Cruz aterrizó en la Asociación de Alcohólicos Rehabilitados de Salamanca (ARSA).
“No sé ni cómo vine, estaba más muerto que vivo”, recuerda este hombre de 54 años que asegura que ha tirado gran parte de su vida “por la borda”, aunque ahora está feliz. Por la bebida perdió a su familia. También su empleo. Gracias a ARSA ha recuperado a sus hijos y ha retomado la amistad con la que fue su mujer. La espinita clavada sigue siendo el trabajo, pero ya se sabe cómo está el patio…
Según recuerda, aquel porrón entre amigos dio paso a cantidades cada vez mayores de alcohol, al principio “de marca”, luego ya le daba lo mismo. Trabajó de camarero en Benidorm, donde con 200 pesetas tenía acceso a barra libre en las mejores discotecas del lugar. Después, en la construcción, empezó con el vino. “Al principio le hacía ascos, pero después… En las obras nos íbamos a buscar litronas y calimochos. Muchos compañeros cayeron al vacío, porque trabajábamos completamente borrachos. Yo mismo tuve algún accidente, porque te envalentonas y no piensas que tengas ningún problema”, dice.
Después de 25 años casados y muchas advertencias, su mujer le dejó. Hoy, convencido de que ha logrado vencer una enfermedad que le destrozó la vida, mastica recuerdos que duelen más que nunca. “Destrocé la boda de mi hija. Me pidió por favor que no bebiera, y dos días antes lo hice, pero ese día… Nadie quería saber nada de mí, porque sólo causaba problemas”, rememora. Poco a poco se alejaron de él sus hermanos y sus hijos. También perdió el trabajo. “Era capataz de un servicio de limpieza, y en lugar de salir a controlar al personal me iba al bar. Me dieron muchos avisos, pero no pones remedio”, reconoce.
A partir de ahí, Antonio cayó de cabeza en un pozo que parecía no tener fondo. “Al final ya ni comía. No salía de casa. Llamaba al bodeguero por teléfono y le pedía 15 litros de vino, que me duraban cuatro o cinco días, aunque a veces se me acababan antes y me tocaba salir al supermercado a por un brick”, relata. Hasta que dos días seguidos tuvo que ir una ambulancia a casa para llevarle al hospital. Su hija pidió ayuda a un hermano de Antonio que conocía la asociación. “Le dijo: haz algo o mi padre se muere. Si yo mismo en Urgencias decía ¡si lo que quiero es morirme! Gracias a Dios que no me dejaron. Ahora estoy súper agradecido por todo; por mi familia, por mis compañeros…”, afirma.
De hecho, desde el día que entró por la puerta de ARSA sin apenas enterarse no ha probado ni una gota. Ni siquiera parece temer las recaídas. “¿Por un vaso de vino voy a perder todo lo que tengo ahora, que no lo he tenido nunca? No. Moriré de cualquier cosa, pero de alcoholismo no”, recalca Antonio Cruz, al tiempo que asegura tener “un escudo muy grande”, sus tres nietos. “Lo que no había hecho con mis hijos lo estoy ganando con ellos”, sostiene.
Pese a todo, reconoce que los comienzos son “muy duros”, entre otras cosas, porque un alcohólico no reconoce su enfermedad. “Para ti el problema es de los demás. Hasta que llegas a una terapia, escuchas a unos y a otros y piensas: pero si soy yo mismo, si eso me pasa a mí”, indica. Un sentimiento que comparten y conocen casi todos los alcohólicos que pasan por ARSA, y que les lleva a “arropar” desde el primer momento a quien se decide a atravesar la puerta de la asociación, en una especie de abrazo de empatía y retención.
Es lo que hizo Carlos Pedraz con Antonio. “Enseguida me echó mano y ya no me soltó”, recuerda. Llevaba en proceso de rehabilitación pocos meses más que él. Los suficientes para entender cómo podía sentirse y qué necesitaba, porque lo había vivido. “Aquí encuentras un grupo de amigos que buscan lo mismo que tú, que es librarse como sea de las ataduras y miserias del alcohol”, subraya Pedraz, que actualmente preside la asociación salmantina. Antonio Cruz es el vicepresidente. Porque se han sentido tan respaldados que han decidido implicarse hasta el fondo para ayudar a otros a superar su adicción.
Carlos Pedraz
El principio de su historia de alcoholismo se parece mucho al que relata Antonio. Como él, empezó a beber muy pronto, a los 13 años. También lo hacía con los amigos. “Cuando salíamos, teníamos un recorrido y no perdonábamos ni un bar”, comenta. Aquella afición fue creciendo y desbordándose, aunque en su caso nunca mezcló la adicción con el empleo. “En eso era muy cumplidor. Bebía por la tarde, una vez que dejaba de trabajar”, sostiene. Eso sí, a partir de ahí, no tenía límite. “A partir de las tres, me bebía seis o siete cañas, medio litro de vino para comer, tres o cuatro copas de Magno y cinco o seis chupitos de aguardiente. Luego dormía un poco, deseando que llegaran las seis y media para ir al bar, donde caían tres cubatas; siete, ocho o 14 cervezas, porque no tenía tope; medio litro de vino para cenar y otro cubata antes de acostarme”, enumera.
A pesar de todo, asegura que nunca llegó borracho a casa. Al menos en apariencia. Sin embargo, sí comenzó a sentirse mal. “No sabía ni dónde ponía los pies cuando salía de casa, y empecé a tener lagunas de memoria”, explica. Carlos había hecho algún intento de abandonar el alcohol, aunque nunca se lo había planteado “seriamente”, quizás porque “tú mismo no sospechas que esto puede ser una enfermedad”. Así que dejaba de beber unos meses, los imprescindibles para sentirse mejor, antes de volver a la carga. Hasta que su mujer habló con su hermano, que le llevó “engañado” ante el doctor José Juan Ávila, responsable de la Unidad de Tratamiento del Alcoholismo (UTA).
La casualidad quiso que fuera Navidad, y se negó a dejar de beber en esas fechas. “Entonces me dijo que volviera el 7 de enero. Y lo hice, más que nada para que en casa me dejaran tranquilo, porque yo seguía sin pensar que era alcohólico. Suerte que ese día había terapia en ARSA, y entonces me di cuenta de que tenía el mismo problema que los demás. Me identifiqué con ellos”, relata el presidente de la entidad, quien admite que lo que más cuesta es “reconocer que eres alcohólico y que no puedes volver a beber”.
Por eso al principio es mejor no pensar en el nunca, sino decirte: “Un día más que no he bebido”. Luego, una vez que te has concienciado, todo resulta más fácil. “A mí me gustaría volver a beber, pero sé que si me tomo un vino, después vendrá un carro. Sé que no puedo volver a olerlo, porque ya tuve una experiencia con el tabaco: estuve cuatro años y medio sin probarlo, y recaí adrede, porque tenía unas ganas de fumar…”, apunta. Aquello le sirvió de lección, y el próximo 7 de enero cumplirá su cuarto aniversario sin beber. Ha vencido alguna que otra tentación y ha comprobado que no es tan difícil vivir sin alcohol, que es más fácil “una vez que agarras la cuerda que alguien te tira para salir del agujero”. Después de décadas esclavizados por la bebida, él y Antonio decidieron asirse con fuerza a ella, y ahora se sienten orgullosos de haber vencido “algo que nos tenía dominados”.
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